Don Quijote de la Mancha de Cervantes

7.3. NOVELA CABALLERESCA: EL QUIJOTE.

El Quijote es la obra máxima de las letras castellanas y una de las más importantes de la literatura mundial.

7.3.1. PROPÓSITO.

Al final de la segunda parte puede leerse: “Pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna”. (Capítulo LXXIV, 2ª parte).

En aquella época la sociedad española vivía momentos difíciles. Algunas personas aceptaban esa realidad tal y como era, mientras que otras optaban por evadirse. Una forma de hacerlo era buscando caminos ficticios y héroes en los que depositar sus esperanzas. Quienes leían y apreciaban las novelas de caballerías pertenecían a este último grupo. El problema era que al buscar nuevas esperanzas, se alejaban de la realidad.

Cervantes escribió contra esa postura por tres razones:

a)      morales: las novelas de caballerías enseñaban obscenidades (reminiscencias de Erasmo y su doctrina).

b)      lógicas: sólo describían absurdos.

c)      estilísticas: estaban pésimamente escritas.

Por lo tanto, su propósito era el de ridiculizar y parodiar las novelas de caballerías.

 

7.3.2. PROYECTO INICIAL.

Cervantes se inspiró en varias fuentes para escribir su novela. Existía un anónimo Entremés de los romances, en el que un labrador pierde la razón leyendo el Romancero e imita las hazañas de sus heroicos personajes. Parece ser que nuestro autor lo leyó y concibió la idea de escribir una novela corta, tal vez una novela ejemplar. Su protagonista iba a ser un hidalgo de pueblo que enloquece leyendo libros de caballerías. Sin embargo, ese proyecto inicial fue tomando vida propia y acabó siendo la gran novela que es.

 

7.3.3. EDICIONES.

1605: se publica la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en Madrid. Su éxito fue tal que se reimprimió cinco veces ese mismo año. Muy pronto fue traducida al inglés y al francés.

1615: aparece la segunda parte con el título de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Prosiguieron las ediciones y las traducciones hasta hoy en día.

 

7.3.4. EL QUIJOTE DE AVELLANEDA.

Estaba trabajando Cervantes en la segunda parte de su novela, cuando en 1614 se publicó un segundo tomo de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, firmado por Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas (Valladolid). Este nombre se trataba de un pseudónimo.

En tal libro, llegan a la aldea de don Quijote unos caballeros que van a Zaragoza a participar en unas justas. Uno de ellos es don Álvaro Tarfe, que se aloja en casa del hidalgo. Éste marcha con ellos a participar en el torneo, acompañado de Sancho, y haciéndose llamar el Caballero Desamorado, porque ha renunciado a Dulcinea. En Alcalá y en Madrid le suceden increíbles aventuras, Sancho se queda en la última ciudad sirviendo a un marqués. Tarfe hace recluir al caballero en el manicomio de Toledo.

 

Se ignora quién pudo ser tal escritor, pero Avellaneda insulta a Cervantes en términos tales que revelan algún resentimiento personal. Sólo se sabe que fue un aragonés, que Cervantes lo ofendió en la primera parte del Quijote sin decir su nombre, y que admiraba a Lope de Vega (el cual estaba resentido con Cervantes). Por ello, en el prólogo de la segunda parte Cervantes dice que don Quijote morirá, para evitar posibles continuaciones por parte de Avellaneda o de otros autores.

 

7.3.5. ESTRUCTURA DEL QUIJOTE DE CERVANTES.

1ª parte: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605).

1)      Prólogo + dedicatoria al duque de Béjar.

2)      Primera parte (capítulos I-V):

2.1) Tiempo previo a la primera salida.

2.2) Primera salida (solo).

2.3) Primer regreso (vuelve engañado).

3)      Segunda parte (capítulos VI- LII):

3.1) Tiempo previo a la segunda salida.

3.2) Segunda salida (con Sancho Panza).

3.3) Segundo regreso (vuelve engañado).

2ª parte: El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615).

1)      Prólogo + dedicatoria al conde de Lemos.

2)      Capítulos I- LXXIV:

2.1) Tiempo previo a la tercera salida.

2.2) Tercera salida (con Sancho Panza).

2.3) Regreso y muerte.

3)      Epitafio.

4)      Despedida del autor.

 

7.3.6. ARGUMENTO.

El hidalgo manchego don Alonso Quijano, llamado por sus convecinos el Bueno, enloquece leyendo libros de caballerías. Concibe la idea de lanzarse al mundo, con el nombre de don Quijote de la Mancha, y decide actuar como caballero andante en defensa de los débiles. Su dama es Dulcinea del Toboso, que en realidad se trata de una aldeana idealizada.

Primera parte:

– Primera salida: Con armas absurdas y un viejo caballo, Rocinante, sale por La Mancha, y se hace armar caballero en una venta que imagina ser un castillo, entre las burlas del ventero y de las mozas del mesón. Libera a un muchacho a quien su amo está castigando por perderle las ovejas, pero apenas se marcha, prosigue la paliza. Unos mercaderes lo golpean brutalmente. Entonces, un conocido lo recoge y lo devuelve a su aldea. El cura le requisa los libros y quema todos aquellos que le parecen perniciosos. Sin embargo, don Quijote busca un escudero: Sancho Panza.

– Segunda salida: don Quijote convence a un rudo labrador, Sancho Panza, para que lo acompañe en sus aventuras, prometiéndole riquezas y poder. Aun así, siempre saldrán mal parados: don Quijote lucha contra unos gigantes… que son molinos de viento; es apaleado por unos arrieros; da libertad a unos criminales que luego le apedrean, etc.

Don Quijote se queda en Sierra Morena, pero, al enviar una carta a su dama por medio de Sancho, se descubre su paradero. Sus amigos, el Cura y el Barbero, salen en su busca, y lo traen engañado a su pueblo, metido en una jaula, dentro de la cual sufre pacientemente la burla de sus vecinos.

Segunda parte:

– Tercera salida: tras protagonizar diversas aventuras, en las que realidad y ficción siguen confundiéndose, don Quijote y Sancho recorren las tierras de Aragón y llegan a la corte de unos duques, que se burlan de la locura y la ambición de Sancho. Mandan a éste como gobernador a uno de sus estados. Sancho da pruebas de un excelente sentido común, pero cansado de la vida palaciega se vuelve a buscar a don Quijote.

Tras constantes aventuras, se marchan a Barcelona, y allí el protagonista es vencido por el Caballero de la Blanca Luna, que es su amigo Sansón Carrasco, disfrazado así para intentar que don Quijote recobre su cordura. El vencedor le impone la obligación de regresar a su pueblo.

Después de esa derrota, don Quijote decide hacerse pastor tomando como ejemplo los personajes de la novela pastoril, pero enferma y, después de recobrar el juicio y renegar de la orden de caballería, muere cristianamente.

 

7.3.7. DIFERENCIAS ENTRE LAS DOS PARTES.

En relación con la estructura y con el argumento, la unidad de la obra se produce gracias a una trama principal y sus protagonistas: las aventuras vividas por don Quijote y su escudero. Aun así, podemos destacar una serie de diferencias entre las dos partes de la novela.

Primera parte: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

Segunda parte: El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha.

– don es el tratamiento que reciben los hidalgos.

– ingenio es la capacidad creadora, de conocimiento. Se trata de un rasgo irónico, porque el personaje sufre un desdoblamiento de personalidad.

– ote es un sufijo despectivo, y la Mancha hace referencia a su origen.

– Don Quijote transforma la realidad, es quien crea y vive en un mundo ficticio. Busca aventuras y va sin rumbo fijo.

– Don Quijote encarna el IDEALISMO, mientras que Sancho encarna el REALISMO.

– Aparecen las novelas intercaladas: episodios ajenos a la historia de don Quijote y Sancho. Los protagonistas escucharán estos relatos contados por otros personajes, a quienes han encontrado casualmente.

– Ya no aparece el hidalgo, sino un caballero.

– Los personajes que rodean a nuestro héroe son los que transforman la realidad y hacen dudar a don Quijote.

– Don Quijote va a lugares concretos.

– No aparecen novelas intercaladas.

 

Novelas intercaladas: Historia de Grisóstomo y Marcela (I, 12), Historia de Cardenio y Luscinda (I, 23), Historia de Dorotea (I, 28), Historia de la princesa Micomicona (I, 29), Novela del Curioso impertinente (I, 33), Historia del Cautivo (I, 37), etc.

 

7.3.8. EL PERSONAJE DE DON QUIJOTE.

El principio de la obra contrasta con la presentación que suele darse del héroe en los libros de caballerías. Don Quijote no es joven, tiene unos 50 años cuando inicia su actividad caballeresca. Además, sus armas no corresponden con la época. Es un esperpento. Su modo de vida es el de un tipo de clase media. Sabemos qué platos come y cómo es su vestimenta. No era un príncipe, era un hidalgo de pueblo.

  

Don Quijote

Héroe caballeresco

– ronda los 50 años.

– no habla de su origen. No sabemos dónde nace ni quiénes son sus padres.

– se le sitúa a través de la hacienda que tiene y las personas que están a su servicio: una ama y un mozo.

– Dulcinea del Toboso es producto de la imaginación de don Quijote, pues se trataba de una campesina llamada Aldonza Lorenzo.

– Don Quijote también lucha por la justicia, pero los gigantes son molinos de viento o rebaños de ovejas.

– Sancho Panza es un humilde labrador y escudero de don Quijote.

– es joven, con buena salud.

– sabemos dónde nace. Suele tomar el origen como nombre. Conocemos su vida desde el nacimiento.

– es un caballero andante determinado por la sangre. Es de buen linaje, pertenece a una saga de caballeros.

– el caballero es un fiel enamorado de una dama.

– el caballero lucha por la justicia, aunque para ello tenga que enfrentarse a gigantes, a magos…

– tiene un fiel escudero al que se le dan bien las batallas, conocedor de secretos, que ayuda al caballero.

 

 

7.3.9. EL PERSONAJE DE SANCHO PANZA.

Sancho Panza aparece en la segunda salida de la primera parte de la novela. Don Quijote cree que debe ir acompañado de un escudero y lo encuentra en su aldea (I, capítulo 7). Se trata de un campesino, un hombre de bien al que no se le conocen maldades. Sin embargo, no es muy listo. Sólo un “tonto” puede aceptar la propuesta de irse con don Quijote. El hidalgo le promete ser gobernador de una ínsula.

Cervantes toma el nombre de su propio atributo físico: panza significa barriga grande. Por lo tanto, tenemos una caricatura, un rudo labrador que representa la realidad cotidiana. Sancho sólo se fía de lo que ve y se preocupa por lo inmediato. También actúa por intereses personales materiales: las ganancias y el gobierno de esa ínsula. Encarna el realismo y busca apoyo en la sabiduría popular: en los refranes.

A pesar de estas características, Sancho irá evolucionando a lo largo de la novela. Descubrirá que don Quijote se había inventado el personaje de Dulcinea cuando le lleva una carta y no ve a una dama, sino a una labradora. En algunos momentos, Sancho se irá acercando a la locura de don Quijote. Por eso podemos hablar de la quijotización de Sancho.

 

7.3.10. RECURSOS TÉCNICOS. PUNTO DE VISTA DEL NARRADOR.

En la novela podemos encontrar distintos recursos técnicos que se han utilizado para entretejer la historia.

1) El narrador:

         narrador complejo (técnica del manuscrito encontrado).

         narrador omnisciente que lo sabe todo.

         narrador que olvida, duda, se confunde.

2) El diálogo: permite que los personajes se caractericen sin la presencia del narrador.

3) Diferentes registros de habla: culto, medio y vulgar.

4) Técnica del contrapunto: desarrollo simultáneo de dos acciones.

5) Perspectivismo.

6) Intertextualidades: alusiones a otros textos literarios (libros de caballerías, el Quijote de Avellaneda), novelas intercaladas.

7) Humor: lenguaje, chistes, lengua vulgar, el ridículo de la indumentario y de las situaciones, etc.

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El licenciado Vidriera de Cervantes

El licenciado Vidriera de Miguel de Cervantes.

Paseándose dos caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de un árbol, durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador; mandaron a un criado que le despertase; despertó y preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por solo que le diese estudio. Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también.

-Desa manera -dijo uno de los caballeros-, no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre de tu patria.

-Sea por lo que fuere -respondió el muchacho-; que ni el della ni el de mis padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.

-Pues ¿de qué suerte los piensas honrar? -preguntó el otro caballero.

-Con mis estudios -respondió el muchacho- siendo famoso por ellos; porque yo he oído decir que de los hombres se hacen los obispos.

Esta respuesta movió a los dos caballeros a que le recibiesen y llevasen consigo, como lo hicieron, dándole estudio de la manera que se usa dar en aquella Universidad a los criados que sirven. Dijo el muchacho que se llamaba Tomás Rodaja, de donde infirieron sus amos, por el nombre y por el vestido, que debía de ser hijo de algún labrador pobre. A pocos días le vistieron de negro, y a pocas semanas dio Tomás muestras de tener raro ingenio, sirviendo a sus amos con tanta fidelidad, puntualidad y diligencia, que, con no faltar un punto a sus estudios, parecía que sólo se ocupaba en servirlos; y como el buen servir del siervo mueve la voluntad del señor a tratarle bien, ya Tomás Rodaja no era criado de sus amos, sino su compañero. Finalmente, en ocho años que estuvo con ellos se hizo tan famoso en la Universidad por su buen ingenio y notable habilidad, que de todo género de gentes era estimado y querido. Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras humanas; y tenía tan felice memoria, que era cosa de espanto; e ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos famoso por él que por ella.

Sucedió que se llegó el tiempo que sus amos acabaron sus estudios, y se fueron a su lugar, que era una de las mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo a Tomás, y estuvo con ellos algunos días; pero como le fatigasen los deseos de volver a sus estudios y a Salamanca (que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado), pidió a sus amos licencia para volverse. Ellos, corteses y liberales, se la dieron, acomodándole de suerte, que con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.

Despidióse dellos, mostrando en sus palabras su agradecimiento, y salió de Málaga (que ésta era la patria de sus señores), y al bajar de la cuesta de la Zambra, camino de Antequera, se topó con un gentilhombre a caballo, vestido bizarramente de camino, con dos criados también a caballo. Juntóse con él y supo como llevaba su mismo viaje; hicieron camarada, departieron de diversas cosas, y a pocos lances dio Tomás muestras de su raro ingenio, y el caballero las dió de su bizarría y cortesano trato, y dijo que era capitán de infantería por Su Majestad, y que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra de Salamanca. Alabó la vida de la soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías; dibujóle dulce y puntualmente el aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macatela, lipolastri, e limacarroni. Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado, y de la libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina de las minas, con otras cosas deste jaez, que algunos las toman y tienen por añadiduras del peso de la soldadesca, y son la carga principal della. En resolución, tantas cosas le dijo, y tan bien dichas que la discreción de nuestro Tomás Rodaja comenzó a titubear, y la voluntad a aficionarse a aquella vida, que tan cerca tiene la muerte.

El capitán, que don Diego de Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena presencia, ingenio y desenvoltura de Tomás, le rogó que se fuese con él a Italia, si quería, por curiosidad de verla; que él le ofrecía su mesa, y aun si fuese necesario, su bandera porque su alférez la había de dejar presto. Poco fue menester para que Tomás tuviese el envite, haciendo consigo en un instante un breve discurso de que sería bueno ver a Italia y Flandes, y otras diversas tierras y países, pues las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos, y que en esto, a lo más largo, podía gastar tres o cuatro años, que añadidos a los pocos que él tenía, no serían tantos, que impidiesen volver a sus estudios. Y como si todo hubiera de suceder a la medida de su gusto, dijo al capitán que era contento de irse con él a Italia; pero había de ser condición que no se había de sentar debajo de bandera, ni ponerse en lista de soldado, por no obligarse a seguir su bandera. Y aunque el capitán le dijo que no importaba ponerse en lista, que ansí gozaría de los socorros y pagas que a la compañía se diesen, porque él le daría licencia todas las veces que se la pidiese.

-Eso sería -dijo Tomás- ir contra mi conciencia y contra la del señor capitán; y así, más quiero ir suelto que obligado.

-Conciencia tan escrupulosa -dijo don Diego- más es de religioso que de soldado; pero como quiera que sea, ya somos camaradas.

Llegaron aquella noche a Antequera, y en pocos días y grandes jornadas se pusieron donde estaba la compañía, ya acabada de hacer, y que comenzaba a marchar la vuelta de Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los lugares que le venían a mano. Allí notó Tomás la autoridad de los comisarios, la incomodidad de algunos capitanes, la solicitud de los aposentadores, la industria y cuenta de los pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de las boletas, las insolencias de los bisoños, las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes más que los necesarios, y, finalmente, la necesidad casi precisa de hacer todo aquello que notaba y mal le parecía.

Habíase vestido Tomás de papagayo, renunciando los hábitos de estudiante, y púsose a lo de Dios es Cristo, como se suele decir. Los muchos libros que tenía los redujo a unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento, que en las dos faldriqueras llevaba. Llegaron más presto de lo que quisieran a Cartagena, porque la vida de los alojamientos es ancha y varia, y cada día se topan cosas nuevas y gustosas. Allí se embarcaron en cuatro galeras de Nápoles, y allí notó también Tomás Rodaja la extraña vida de aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan las maretas. Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas, especialmente en el golfo de Leon, que tuvieron dos, que la una los echó en Córcega, y la otra los volvió a Tolón, en Francia. En fin, trasnochados, mojados y con ojeras, llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova, y desembarcándose en su recogido mandrache, después de haber visitado una iglesia dio el capitán con todas sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas pasadas con el presente gaudeamus.

[…]

Y habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles, y por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma, añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa, y aun de todo el mundo.

Desde allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Micina: de Palermo le pareció bien el asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron, y no entendieron, todos los cielos, y todos los ángeles, y todos los moradores de las moradas sempiternas.

Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se extiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen número.

Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero habiendo estado un mes en ella, por Ferrara Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia, ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer; haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo, y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se fué a Aste, y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes. Fue muy bien recebido de su amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a Flandes, y llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había visto en Italia. Vio a Gante, y a Bruselas, y vio que todo el país se disponía a tomar las armas para salir en campaña el verano siguiente. Y habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que habia visto, determinó volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios, y como lo pensó lo puso luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo de despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedia, y por Francia volvió a España; sin haber visto París, por estar puesta en armas. En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos, y con la comodidad que ellos le hicieron prosiguió sus estudios hasta graduarse de licenciado en Leyes

Sucedió que en este tiempo llegó a aquella ciudad una dama de todo rumbo y manejo. Acudieron luego a la añagaza y reclamo todos los pájaros del lugar, sin quedar vademecum que no la visitase. Dijéronle a Tomás que aquella dama decía que había estado en Italia y en Flandes, y por ver si la conocía, fue a visitarla, de cuya visita y vista quedó ella enamorada de Tomás; y él, sin echar e ver en ello, si no era por fuerza y llevado de otros, no quería entrar en su casa. Finalmente, ella le descubrió su voluntad y le ofreció su hacienda; pero como él atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía al gusto de la señora, la cual, viéndose desdeñada y, a su parecer, aborrecida, y que por medios ordinarios y comunes no podía conquistar la roca de la voluntad de Tomás, acordó de buscar otros modos, a su parecer; más eficaces y bastantes para salir con el cumplimiento de sus deseos. Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás unos destos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla; como si hubiese en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas o comidas amatorias se llaman venéficas; porque no es otra cosa lo que hacen sino dar veneno a quien lo toma, como lo tiene mostrado la experiencia en muchas y diversas ocasiones.

Comió en tal mal punto Tomás el membrillo, que al momento comenzó a herir de pie y de mano como si tuviera alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al cabo de las cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda que un membrillo que había comido le había muerto, y declaró quién se le había dado. La justicia, que tuvo noticia del caso, fue a buscar la malhechora; pero ya ella, viendo el mal suceso, se había puesto en cobro, y no pareció jamás.

Seis meses estuvo en la cama Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos; y aunque le hicieron los remedios posibles, sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no de lo del entendimiento; porque quedó sano, y loco de la más extraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces, pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que real y verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio, de pies a cabeza.

Para sacarle desta extraña imaginación, muchos, sin atender a sus voces y rogativas, arremetieron a él y le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase como no se quebraba. Pero lo que se granjeaba en esto era que el pobre se echaba en el suelo dando mil gritos, y luego le tomaba un desmayo del cual no volvía en sí en cuatro horas; y cuando volvía, era renovando las plegarias rogativas de que otra vez no le llegasen. Decía que le hablasen desde lejos, y le preguntasen lo que quisiesen, porque a todo les respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio y no de carne; que el vidrio, por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el alma con más prontitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesada y terrestre. Quisieron algunos experimentar si era verdad lo que decía, y así, le preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio; cosa que causó admiración a los más letrados de la Universidad y a los profesores de la Medicina y Filosofía, viendo que en un sujeto donde se contenía tan extraordinaria locura como era el pensar que fuese de vidrio, se encerrase tan grande entendimiento, que respondiese a toda pregunta con propiedad y agudeza.

Pidió Tomás le diesen alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su cuerpo, porque al vestirse algún vestido estrecho no se quebrase; y así, le dieron una ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento y se ciñó con una cuerda de algodón. No quiso calzarse zapatos en ninguna manera, y el orden que tuvo para que le diesen de comer sin que a él llegasen fué poner en la punta de una vara una vasera de orinal, en la cual le ponían alguna cosa de fruta, de las que la sazón del tiempo ofrecía. Carne ni pescado, no lo quería; no bebía sino en fuente o en río, y esto, con las manos: cuando andaba por las calles, iba por la mitad dellas, mirando a los tejados, temeroso no le cayese alguna teja encima y le quebrase; los veranos dormía en el campo al cielo abierto, y los inviernos se metía en algún mesón, y en el pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo que aquélla era la más propia y más segura cama que podían tener los hombres de vidrio. Cuando tronaba, temblaba como un azogado, y se salía al campo, y no entraba en poblado hasta haber pasado la tempestad. Tuviéronle encerrado sus amigos mucho tiempo; pero viendo que su desgracia pasaba adelante, determinaron de condescender con lo que él les pedía, que era le dejasen andar libre, y así, le dejaron, y él salió por la ciudad, causando admiración y lástima a todos tos que le conocían.

Cercáronle luego los muchachos; pero él con la vara los detenía, y les rogaba le hablasen apartados, porque no se quebrase; que por ser hombre de vidrio, era muy tierno y quebradizo. Los muchachos, que son la más traviesa generación del mundo, a despecho de sus ruegos y voces, le comenzaron a tirar trapos, y aun piedras, por ver si era de vidrio, como él decía; pero él daba tantas voces y hacía tales extremos, que movía a los hombres a que riñesen y castigasen a los muchachos porque no le tirasen. Mas un día que le fatigaron mucho se volvió a ellos, diciendo

-¿Qué me queréis, muchachos, porfiados como moscas, sucios como chinches, atrevidos como pulgas ? ¿Soy yo por ventura el monte Testacho de Roma, para que me tiréis tantos tiestos y tejas?

Por oírle reñir y responder a todos, le seguían siempre muchos, y los muchachos tomaron y tuvieron por mejor partido antes oírle que tirarle. Pasando, pues, una vez por la ropería de Salamanca, le dijo una ropera:

-En mi ánima, señor Licenciado, que me pesa de su desgracia; pero ¿qué haré, que no puedo llorar?

Él se volvió a ella, y muy mesurado le dijo:

Filiae Hierusalem, plorate super vos et super filios vestros.

Entendió el marido de la ropera la malicia del dicho, y díjole:

-Hermano Licenciado Vidriera-que así decía él que se llamaba-, más tenéis de bellaco que de loco.

-No se me da un ardite -respondió él-, como no tenga nada de necio.

Pasando un día por la casa llana y venta común, vio que estaban a la puerta della muchas de sus moradoras, y dijo que eran bagajes del ejército de Satanás, que estaban alojados en el mesón del Infierno.

Preguntóle uno que qué consejo o consuelo daría a un amigo suyo, que estaba muy triste porque su mujer se le había ido con otro. A lo cual respondió:

-Dile que dé gracias a Dios por haber permitido le llevasen de casa a su enemigo.

[…]

En resolución, él decía tales cosas, que si no fuera por los grandes gritos que daba cuando le tocaban, o a él se arrimaban, por el hábito que traía, por la estrecheza de su comida, por el modo con que bebía, por el no querer dormir sino al cielo abierto en el verano, y el invierno en los pajares, como queda dicho, con que daba tan claras señales de su locura, ninguno pudiera creer sino que era uno de los más cuerdos del mundo.

Dos años o poco más duró en esta enfermedad, porque un religioso de la orden de San Jerónimo, que tenía gracia y ciencia particular en hacer que los mudos entendiesen y en cierta manera hablasen, y en curar locos, tomó a su cargo de curar a Vidriera, movido de caridad, y le curó y sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso. Y así como le vio sano, le vistió como letrado y le hizo volver a la Corte, adonde, con dar tantas muestras de cuerdo como las había dado de loco, podía usar su oficio y hacerse famoso por él. Hízolo así, y llamándose el Licenciado Rueda, y no Rodaja, volvió a la Corte, donde apenas hubo entrado, cuando fue conocido de los muchachos; mas como le vieron en tan diferente hábito del que solía, no le osaron dar grita ni hacer preguntas; pero seguíanle, y decían unos a otros:

-¿Este no es el loco Vidriera? A fe que es él. Ya viene cuerdo. Pero también puede ser loco bien vestido como mal vestido: preguntémosle algo, y salgamos desta confusión.

Todo esto oía el Licenciado, y callaba, y iba más confuso y más corrido que cuando estaba sin juicio.

Pasó el conocimiento de los muchachos a los hombres, y antes que el Licenciado llegase al patio de los Consejos, llevaba tras de sí más de docientas personas de todas suertes. Con este acompañamiento, que era más que de un catedrático, llegó al patio, donde le acabaron de circundar cuantos en él estaban. Él, viéndose con tanta turba a la redonda, alzó la voz y dijo:

-Señores, yo soy el licenciado Vidriera; pero no el que solía: soy ahora el licenciado Rueda. Sucesos y desgracias que acontecen en el mundo por permisión del cielo me quitaron el juicio, y las misericordias de Dios me le han vuelto. Por las cosas que dicen que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y haré cuando cuerdo. Yo soy graduado en Leyes por Salamanca, adonde estudió con pobreza, y adonde llevé segundo en licencias; de do se puede inferir que más la virtud que el favor me dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar de la Corte para abogar y ganar la vida; pero si no me dejáis, habré venido a bogar y granjear la muerte: por amor de Dios que no hagáis que el seguirme sea perseguirme, y que lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por cuerdo. Lo que solíades preguntarme en las plazas, preguntádmelo ahora en mi casa, y veréis que el que os respondía bien, según dicen, de improviso, os responderá mejor de pensado.

Escucháronle todos y dejáronle algunos. Volvióse a su posada, con poco menos acompañamiento que había llevado.

Salió otro día, y fue lo mismo: hizo otro sermón, y no sirvió de nada. Perdía mucho y no ganaba cosa; y viéndose morir de hambre, determinó de dejar la Corte y volver a Flandes, donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las de su ingenio. Y poniéndolo en efeto, dijo, al salir de la Corte:

-¡Oh Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas las de los virtuosos encogidos; sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados, y matas de hambre a los discretos vergonzosos! Esto dijo, y se fue a Flandes, donde la vida que había comenzado a eternizar por las letras, la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado.

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Capítulo XXXI de Niebla

CAPÍTULO XXXI:

Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.

Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a mí.

Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increíble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.

––¡Parece mentira! ––repetía––, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería… No sé si estoy despierto o soñando…

––Ni despierto ni soñando ––le contesté.

––No me lo explico… no me lo explico ––añadió––; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito…

––Sí ––le dije––, tú ––y recalqué este tú con un tono autoritario––, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.

El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.

––¡No, no te muevas! ––le ordené.

––Es que… es que… ––balbuceó.

––Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.

––¿Cómo? ––exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.

––Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? ––le pregunté.

––Que tenga valor para hacerlo ––me contestó.

––No ––le dije––, ¡que esté vivo!

––¡Desde luego!

––¡Y tú no estás vivo!

––¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? ––y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.

––¡No, hombre, no! ––le repliqué––. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.

––¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! ––me suplicó consternado––, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.

––Pues bien; la verdad es, querido Augusto ––le dije con la más dulce de mis voces––, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes…

––¿Cómo que no existo? ––––exclamó.

––No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.

Al oír esto quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:

––Mire usted bien, don Miguel… no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.

––Y ¿qué es lo contrario? ––le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.

––No sea, mi querido don Miguel ––añadió––, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto… No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo…

––¡Eso más faltaba! ––exclamé algo molesto.

––No se exalte usted así, señor de Unamuno ––me replicó––, tenga calma. Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia…

––Dudas no ––le interrumpí––; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.

––Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?

––No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era…

––Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a otra cosa. Cuando un hombre dormido a inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?

––¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? ––le repliqué a mi vez.

––En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué manera existe él, como soñador que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese, además, en que al admitir esta discusión conmigo me reconoce ya existencia independiente de sí.

––¡No, eso no!, ¡eso no! ––le dije vivamente––. Yo necesito discutir, sin discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradiga invento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son diálogos.

––Y acaso los diálogos que usted forje no sean más que monólogos…

––Puede ser. Pero te digo y repito que tú no existes fuera de mí…

––Y yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que es usted el que no existe fuera de mí y de los demás personajes a quienes usted cree haber inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión don Avito Carrascal y el gran don Fulgencio…

––No mientes a ese…

––Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a ver, ¿qué opina usted de mi suicidio?

––Pues opino que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y como no debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no me da la real gana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo dicho!

––Eso de no me da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es muy feo. Y además, aun suponiendo su peregrina teoría de que yo no existo de veras y usted sí, de que yo no soy más que un ente de ficción, producto de la fantasía novelesca o nivolesca de usted, aun en ese caso yo no debo estar sometido a lo que llama usted su real gana, a su capricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen su lógica interna…

––Sí, conozco esa cantata.

––En efecto; un novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que se les antoje de un personaje que creen; un ente de ficción novelesca no puede hacer, en buena ley de arte, lo que ningún lector esperaría que hiciese…

––Un ser novelesco tal vez…

––¿Entonces?

––Pero un ser nivolesco…

––Dejemos esas bufonadas que me ofenden y me hieren en lo más vivo. Yo, sea por mí mismo, según creo, sea porque usted me lo ha dado, según supone usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica interior, y esta lógica me pide que me suicide…

––¡Eso te creerás tú, pero te equivocas!

––A ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué me equivoco? Muéstreme usted en qué está mi equivocación. Como la ciencia más difícil que hay es la de conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo equivocado y que no sea el suicidio la solución más lógica de mis desventuras, pero demuéstremelo usted. Porque si es difícil, amigo don Miguel, ese conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me parece no menos difícil que el…

––¿Cuál es? ––le pregunté.

Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa y lentamente me dijo:

––Pues más difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un novelista o un autor dramático conozca bien a los personajes que finge o cree fingir…

Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de Augusto, y a perder mi paciencia.

––E insisto ––añadió–– en que aun concedido que usted me haya dado el ser y un ser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí, porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me suicide.

––¡Bueno, basta!, ¡basta! ––exclamé dando un puñetazo en la camilla–– ¡cállate!, ¡no quiero oír más impertinencias…! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!

––¿Cómo? ––exclamó Augusto sobresaltado––, ¿que me va usted a dejar morir, a hacerme morir, a matarme?

––¡Sí, voy a hacer que mueras!

––¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ––gritó.

––¡Ah! ––le dije mirándole con lástima y rabia––. ¿Conque estabas dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?

––Sí, no es lo mismo…

––En efecto, he oído contar casos análogos. He oído de uno que salió una noche armado de un revólver y dispuesto a quitarse la vida, salieron unos ladrones a robarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de ellos, huyeron los demás, y al ver que había comprado su vida por la de otro renunció a su propósito.

––Se comprende ––observó Augusto––; la cosa era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya que mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a sí mismos por falta de valor para matar a otros…

––¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te entiendo! Tú quieres decir que si tuvieses valor para matar a Eugenia o a Mauricio o a los dos no pensarías en matarte a ti mismo, ¿eh?

––¡Mire usted, precisamente a esos… no!

––¿A quién, pues?

––¡A usted! ––y me miró a los ojos.

––¿Cómo? ––exclamé poniéndome en pie––, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?

––Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a aquel a quien creyó darle ser… ficticio?

––¡Esto ya es demasiado ––decía yo paseándome por mi despacho––, esto pasa de la raya! Esto no sucede más que…

––Más que en las nivolas ––concluyó él con sorna.

––¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes a consultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi propia existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo que me salga de…

––No sea usted tan español, don Miguel…

––¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español…

––Bien, ¿y qué? ––me interrumpió, volviéndome a la realidad.

––Y luego has insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo a manos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!

––Pero ¡por Dios!… ––exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso y pálido.

––No hay Dios que valga. ¡Te morirás!

––Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir…

––¿No pensabas matarte?

––¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro… Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir…

––¡Vaya una vida! ––exclamé.

––Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir…

––No puede ser ya… no puede ser…

––Quiero vivir, vivir… y ser yo, yo, yo…

––Pero si tú no eres sino lo que yo quiera…

––¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! ––y le lloraba la voz.

––No puede ser… no puede ser…

––Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera… Mire que usted no será usted… que se morirá.

Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:

––¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!

––¡No puede ser, pobre Augusto ––le dije cogiéndole una mano y levantándole––, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la idea de matarme…

––Pero si yo, don Miguel…

––No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.

––Pero ¿no quedamos en que…?

––No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida…

––Pero… por Dios…

––No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!

––¿Conque no, eh? ––me dijo––, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió…! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima…

––¿Víctima? ––exclamé.

––¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!

Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.

Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.

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Capítulos I, II y III de Niebla.

Capítulos I, II y III Niebla de Unamuno

Aquí tenéis los tres primeros capítulos de esta novela de Unamuno. Imprimidlos, leedlos en casa y llevadlos a clase para trabajarlos. Es parte de los posibles temas del examen de Maturita…

CAPÍTULO I:

Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el entrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.

«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas ––pensó Augusto––; tener que usarlas, el uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males.»

Díjose así y se agachó a recogerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento suspenso y pensando: «y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?» Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida. «Esperaré a que pase un perro ––se dijo–– y tomaré la dirección inicial que él tome.»

En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se fue, como imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto.

Y así una calle y otra y otra.

«Pero aquel chiquillo ––iba diciéndose Augusto, que más bien que pensaba hablaba consigo mismo––, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los animales más hipócritas! Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese gandul que va ahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha de tener que hacer! Es un vago, un vago como… ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese mamarracho de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, para que le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo el de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose… Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano! ––esto se lo dijo en voz alta––. ¿Hermano? ¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y este, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así distancias? La manía de viajar viene de topofobia y no de filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja y no buscando cada lugar a que llega. Viajar… viajar… Qué chisme más molesto es el paraguas… Calla, ¿qué es esto?»

Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta Cerbera aguarda ––se dijo–– que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he venido siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosa de ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello.

––Dígame, buena mujer ––interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo––, ¿podría decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar?

––Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.

––Por lo mismo.

––Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.

––¿Domingo? Será Dominga…

––No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.

––Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está la concordancia?

––No la conozco, señor.

––Y dígame… dígame… ––sin sacar los dedos del bolsillo––, ¿cómo es que sale así sola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres?

––Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos…

––¿Paternos o maternos?

––Sólo sé que son tíos.

––Basta y aun sobra.

––Se dedica a dar lecciones de piano.

––¿Y lo toca bien?

––Ya tanto no sé.

––Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.

––Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le lleve algún mandado?

––Tal vez… tal vez… No por ahora… ¡Adiós!

––Disponga de mí, caballero, y cuente con una absoluta discreción.

«Pues señor ––iba diciéndose Augusto al separarse de la portera––, ve aquí cómo he quedado comprometido con esta buena mujer. Porque ahora no puedo dignamente dejarlo así. Qué dirá si no de mí este dechado de porteras. ¿Conque… Eugenia Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy a apuntarlo, no sea que se me olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en el bolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no metáis en la cabeza lo que os quepa en el bolsillo! A lo que habría que añadir por complemento: ¡no metáis en el bolsillo lo que os quepa en la cabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la portera?»

Volvió unos pasos atrás.

––Dígame una cosa más, buena mujer…

––Usted mande…

––Y usted, ¿cómo se llama?

––¿Yo? Margarita.

––¡Muy bien, muy bien… gracias!

––No hay de qué.

Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en el paseo de la Alameda.

Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su paraguas y lo enfundó. Acercóse a un banco, y al palparlo se encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódico, lo colocó sobre el banco y sentóse. Luego su cartera y blandió su pluma estilográfica. «He aquí un chisme utilísimo ––se dijo––; de otro modo, tendría que apuntar con lápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará su imagen de mi memoria? Pero ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuerdo de unos ojos… Tengo la sensación del toque de unos ojos… Mientras yo divagaba líricamente, unos ojos tiraban dulcemente de mi corazón. ¡Veamos! Eugenia Domingo, sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No me acostumbro a eso de que se llame Domingo… No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, y nuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Y como han de suprimir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en una P, ¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto P Dominga? Pero… ¿adónde me llevas, loca fantasía?» Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58. Encima de esta apuntación había estos dos endecasilabos:

De la cuna nos viene la tristeza
y también de la cuna la alegría…

«Vaya ––se dijo Augusto––, esta Eugenita, la profesora de piano, me ha cortado un excelente principio de poesía lírica trascendental. Me queda interrumpida. ¿Interrumpida?… Sí, el hombre no hace sino buscar en los sucesos, en las vicisitudes de la suerte, alimento para su tristeza o su alegría nativas. Un mismo caso es triste o alegre según nuestra disposición innata. ¿Y Eugenia? Tengo que escribirle. Pero no desde aquí, sino desde casa. ¿Iré más bien al Casino? No, a casa, a casa. Estas cosas desde casa, desde el hogar. ¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar.. hogar… ¡Cenicero más bien! ¡Ay, mi Eugenia!» Y se volvió Augusto a su casa.

 

CAPÍTULO II:

Al abrirle el criado la puerta…

Augusto, que era rico y solo, pues su anciana madre había muerto no hacía sino seis meses antes de estos menudos sucedidos, vivía con un criado y una cocinera, sirvientes antiguos en la casa a hijos de otros que en ella misma habían servido. El criado y la cocinera estaban casados entre sí, pero no tenían hijos.

Al abrirle el criado la puerta le preguntó Augusto si en su ausencia había llegado alguien.

––Nadie, señorito.

Eran pregunta y respuesta sacramentales, pues apenas recibía visitas en casa Augusto.

Entró en su gabinete, tomó un sobre y escribió en él: «Señorita doña Eugenia Domingo del Arco». Y en seguida, delante del blanco papel, apoyó la cabeza en ambas manos, los codos en el escritorio, y cerró los ojos. «Pensemos primero en ella», se dijo. Y esforzóse por atrapar en la oscuridad el resplandor de aquellos otros ojos que le arrastraran al azar.

Estuvo así un rato sugiriéndose la figura de Eugenia, y como apenas si la había visto, tuvo que figurársela. Merced a esta labor de evocación fue surgiendo a su fantasía una figura ceñida de ensueños. Y se quedó dormido. Se quedó dormido porque había pasado mala noche, de insomnio.

––¡Señorito!

––¿Eh? ––exclamó despertándose.

––Está ya servido el almuerzo.

¿Fue la voz del criado, o fue el apetito, de que aquella voz no era sino un eco, lo que le despertó? ¡Misterios psicológicos! Así pensó Augusto, que se fue al comedor diciéndose: ¡oh, la psicología!

Almorzó con fruición su almuerzo de todos los días: un par de huevos fritos, un bisteque con patatas y un trozo de queso Gruyere. Tomó luego su café y se tendió en la mecedora. Encendió un habano, se lo llevó a la boca, y diciéndose: «¡Ay, mi Eugenia!» se dispuso a pensar en ella.

«¡Mi Eugenia, sí, la mía ––iba diciéndose––, esta que me estoy forjando a solas, y no la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa, aparición fortuita, no la de la portera! ¿Aparición fortuita? ¿Y qué aparición no lo es? ¿Cuál es la lógica de las apariciones? La de la sucesión de estas figuras que forman las nubes de humo del cigarro. ¡El azar! El azar es el íntimo ritmo del mundo, el azar es el alma de la poesía. ¡Ah, mi azarosa Eugenia! Esta mi vida mansa, rutinaria, humilde, es una oda pindárica tejida con las mil pequeñeces de lo cotidiano. ¡Lo cotidiano! ¡El pan nuestro de cada día, dánosle hoy! Dame, Señor, las mil menudencias de cada día. Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa. Ahora surge de ella Eugenia. ¿Y quién es Eugenia? Ah, caigo en la cuenta de que hace tiempo la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba ella me ha salido al paso. ¿No es esto acaso encontrar algo? Cuando uno descubre una aparición que buscaba, ¿no es que la aparición, compadecida de su busca, se le viene al encuentro? ¿No salió la América a buscar a Colón? ¿No ha venido Eugenia a buscarme a mí? ¡Eugenia! ¡Eugenia! ¡Eugenia!»

Y Augusto se encontró pronunciando en voz alta el nombre de Eugenia. Al oírle llamar, el criado, que acertaba a pasar junto al comedor, entró diciendo:

––¿Llamaba, señorito?

––¡No, a ti no! Pero, calla, ¿no te llamas tú Domingo?

––Sí, señorito ––respondió Domingo sin extrañeza alguna por la pregunta que se le hacía.

––¿Y por qué te llamas Domingo?

––Porque así me llaman.

«Bien, muy bien ––se dijo Augusto–– nos llamamos como nos llaman. En los tiempos homéricos tenían las personas y las cosas dos nombres, el que les daban los hombres y el que les daban los dioses. ¿Cómo me llamará Dios? ¿Y por qué no he de llamarme yo de otro modo que como los demás me llaman? ¿Por qué no he de dar a Eugenia otro nombre distinto del que le dan los demás, del que le da Margarita, la portera? ¿Cómo la llamaré?»

––Puedes irte ––le dijo al criado.

Se levantó de la mecedora, fue al gabinete, tomó la pluma y se puso a escribir:

«Señorita: Esta misma mañana, bajo la dulce llovizna del cielo, cruzó usted, aparición fortuita, por delante de la puerta de la casa donde aún vivo y ya no tengo hogar. Cuando desperté fui a la puerta de la suya, donde ignoro si tiene usted hogar o no le tiene. Me habían llevado allí sus ojos, sus ojos, que son refulgentes estrellas mellizas en la nebulosa de mi mundo. Perdóneme, Eugenia, y deje que le dé familiarmente este dulce nombre; perdóneme la lírica. Yo vivo en perpetua lírica infinitesimal.

»No sé qué más decirle. Sí, sí sé. Pero es tanto, tanto lo que tengo que decirle, que estimo mejor aplazarlo para cuando nos veamos y nos hablemos pues es lo que ahora deseo, que nos veamos, que nos hablemos, que nos escribamos, que nos conozcamos. Después… Después, ¡Dios y nuestros corazones dirán!

»¿Me dará usted, pues, Eugenia, dulce aparición de mi vida cotidiana, me dará usted oídos?
»Sumido en la niebla de su vida espera su respuesta.
AUGUSTO PÉREZ.»

Y rubricó diciéndose: «Me gusta esta costumbre de la rúbrica por lo inútil.»

Cerró la carta y volvió a echarse a la calle.

«¡Gracias a Dios ––se decía camino de la avenida de la Alameda––, gracias a Dios que sé adónde voy y que tengo adónde ir! Esta mi Eugenia es una bendición de Dios. Ya ha dado una finalidad, un hito de término a mis vagabundeos callejeros. Ya tengo casa que rondar; ya tengo una portera confidente…»

Mientras iba así hablando consigo mismo cruzó con Eugenia sin advertir siquiera el resplandor de sus ojos. La niebla espiritual era demasiado densa. Pero Eugenia, por su parte, sí se fijó en él, diciéndose: «¿Quién será este joven?, ¡no tiene mal porte y parece bien acomodado!» Y es que, sin darse clara cuenta de ello, adivinó a uno que por la mañana la había seguido. Las mujeres saben siempre cuándo se las mira, aun sin verlas, y cuándo se las ve sin mirarlas.

Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan.

Por fin se encontró Augusto una vez más ante Margarita la portera, ante la sonrisa de Margarita. Lo primero que hizo ésta al ver a aquél fue sacar la mano del bolsillo del delantal.

––Buenas tardes, Margarita.

––Buenas tardes, señorito.

––Augusto, buena mujer, Augusto.

––Don Augusto ––añadió ella.

––No a todos los nombres les cae el don ––observó él––. Así como de Juan a don Juan hay un abismo, así le hay de Augusto a don Augusto. ¡Pero… sea! ¿Salió la señorita Eugenia?

––Sí, hace un momento.

––¿En qué dirección?

––Por ahí.

Y por ahí se dirigió Augusto. Pero al rato volvió. Se le había olvidado la carta.

––¿Hará el favor, señora Margarita, de hacer llegar esta carta a las propias blancas manos de la señorita Eugenia?

––Con mucho gusto.

––Pero a sus propias blancas manos, ¿eh? A sus manos tan marfileñas como las teclas del piano a que acarician.

––Sí, ya, lo sé de otras veces.

––¿De otras veces? ¿Qué es eso de otras veces?

––Pero ¿es que cree el caballero que es ésta la primera carta de este género…?

––¿De este género? Pero ¿usted sabe el género de mi carta?

––Desde luego. Como las otras.

––¿Como las otras? ¿Como qué otras?

––¡Pues pocos pretendientes que ha tenido la señorita… !

––Ah, ¿pero ahora está vacante?

––¿Ahora? No, no, señor, tiene algo así como un novio… aunque creo que no es sino aspirante a novio… Acaso le tenga en prueba… puede ser que sea interino…

––¿Y cómo no me lo dijo?

––Como usted no me lo preguntó…

––Es cierto. Sin embargo, entréguele esta carta y en propias manos, ¿entiende? ¡Lucharemos! ¡Y vaya otro duro!

––Gracias, señor, gracias.

Con trabajo se separó de allí Augusto, pues la conversación nebulosa, cotidiana, de Margarita la portera empezaba a agradarle. ¿No era acaso un modo de matar el tiempo?

«¡Lucharemos! ––iba diciéndose Augusto calle abajo––, ¡sí, lucharemos! ¿Conque tiene otro novio, otro aspirante a novio …? ¡Lucharemos! Militia est vita hominis super terram. Ya tiene mi vida una finalidad; ya tengo una conquista que llevar a cabo. ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, has de ser mía! ¡Por lo menos, mi Eugenia, ésta que me he forjado sobre la visión fugitiva de aquellos ojos, de aquella yunta de estrellas en mi nebulosa, esta Eugenia sí que ha de ser mía, sea la otra, la de la portera, de quien fuere! ¡Lucharemos! Lucharemos y venceré. Tengo el secreto de la victoria. ¡Ah, Eugenia, mi Eugenia!»

Y se encontró a la puerta del Casino, donde ya Víctor le esperaba para echar la cotidiana partida de ajedrez.

 

CAPÍTULO III:

––Hoy te retrasaste un poco, chico ––dijo Víctor a Augusto––, ¡tú, tan puntual siempre!

––Qué quieres… quehaceres…

––¿Quehaceres, tú?

––Pero ¿es que crees que sólo tienen quehaceres los agentes de bolsa? La vida es mucho más compleja de lo que tú te figuras.

––O yo más simple de lo que tú crees…

––Todo pudiera ser.

––¡Bien, sal!

Augusto avanzó dos casillas el peón del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de ópera, se quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos! Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez y, sin embargo, ¡qué nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?»

––Pero, hombre ––le interrumpió Víctor––, ¿no quedamos en que no sirve volver atrás la jugada? ¡Pieza tocada, pieza jugada!

––En eso quedamos, sí.

––Pues si haces eso te como gratis ese alfil.

––Es verdad, es verdad; me había distraído.

––Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada.

––¡Vamos, sí, lo irreparable!

––Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego.

«¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego? ––se decía Augusto––. ¿Es o no es un juego la vida? ¿Y por qué no ha de servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en manos de Eugenia. Alea jacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!»

––¡Jaque! ––volvió a interrumpirle Víctor.

––Es verdad, es verdad… veamos… Pero ¿cómo he dejado que las cosas lleguen a este punto?

––Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído serías uno de nuestros primeros jugadores.

––Pero, dime, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción?

––Es que el juego no es sino distracción.

––Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro?

––Hombre, de jugar, jugar bien.

––¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas piezas de otro modo que como las movemos?

––Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado.

––Bueno, pues voy a darte una gran noticia.

––¡Venga!

––Pero, asómbrate, chico.

––Yo no soy de los que se asombran a priori o de antemano.

––Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa?

––Que cada vez estás más distraído.

––Pues me pasa que me he enamorado.

––Bah, eso ya lo sabía yo.

––¿Cómo que lo sabías…?

––Naturalmente, tú estás enamorado ab origine, desde que naciste; tienes un amorío innato.

––Sí, el amor nace con nosotros cuando nacemos.

––No he dicho amor, sino amorío. Y ya sabía yo, sin que tuvieras que decírmelo, que estabas enamorado o más bien enamoriscado. Lo sabía mejor que tú mismo.

––Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién?

––Eso no lo sabes tú más que yo.

––Pues, calla, mira, acaso tengas razón…

––¿No te lo dije? Y si no, dime, ¿es rubia o morena?

––Pues, la verdad, no lo sé. Aunque me figuro que debe de ser ni lo uno ni lo otro; vamos, así, pelicastaña.

––¿Es alta o baja?

––Tampoco me acuerdo bien. Pero debe de ser una cosa regular. Pero ¡qué ojos, chico, qué ojos tiene mi Eugenia!

––¿Eugenia?

––Sí, Eugenia Domingo del Arco, avenida de la Alameda, 58.

––¿La profesora de piano?

––La misma. Pero…

––Sí, la conozco. Y ahora… ¡jaque otra vez!

––Pero…

––¡Jaque he dicho!

––Bueno…

Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó perdiendo el juego.

Al despedirse, Víctor, poniéndose la diestra, a guisa de yugo, sobre el cerviguillo, le susurró al oído:

––Conque Eugenita la pianista, ¿eh? Bien, Augustito, bien; tú poseerás la tierra.

«¡Pero esos diminutivos ––pensó Augusto––, esos terribles diminutivos!» Y salió a la calle.

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MÉTRICA para 5Š6

MÉTRICA

Aquí tenéis algunos poemas que trabajaremos en clase para conocer la métrica. Tratad de relacionarlos con las siguientes definiciones:

 

1

¡ Oh qué buen mallorquín me sentiría ahora!          CUARTETO: 11A, 11B, 11B, 11A. Rima consonante.

¡ Oh, cómo gustaría sal de mar, miel de aurora!

                                               (Rubén Darío)

 

2

Hora de mi corazón:                                            LIRA: 7a, 11B, 7a, 7b, 11B. Rima consonante.

la hora de una esperanza

y una desesperación.

                     (Antonio Machado)

 

3

Quien ve su perdición cierta, aborrece,                REDONDILLA: 8a, 8b, 8b, 8a. Rima consonante.

más que su perdición, la causa della;

y ésta, no aquélla, es más quien le enfurece.

                      (Francisco de Quevedo)

 

4

¡De amarillo calabaza                                    SERVENTESIO: 11A, 11B, 11A, 11B. Rima consonante.

en el azul, cómo sube

la luna, sobre la plaza!

                   (Antonio Machado)

 

5

A la guerra me lleva                                   SONETO: 11A, 11B, 11B, 11A, 11A, 11B, 11B, 11A, 11C,

mi necesidad;                                            11D, 11C, 11D, 11C, 11D. Rima consonante.

si tuviera dinero,

no fuera en verdad.

               (Miguel de Cervantes)

 

6

Noche de cuatro lunas                               PAREADO: 2 versos de arte mayor o menor. Rima    

y un solo árbol                                         consonante.

con una sola sombra

y un solo pájaro.

               (Federico García Lorca)

 

7

Por una senda van los hortelanos,             SOLEÁ: 8a, 8-, 8a. Rima asonante.

que es la sagrada hora del regreso,

con la sangre injuriada por el peso

de inviernos, primaveras y veranos.

                (Miguel Hernández)

 

8

Flor y flor. La fragancia se derrama      CUARTETA: 8a, 8b, 8a, 8b. Rima consonante.

como ternura y como cortesía.

El aire mismo en torno de la dama

ronda también. ¡Humano la amaría!

                 (Jorge Guillén)

 

9

El viento es un can sin dueño              SILVA: serie ilimitada de versos heptasílabos y

que lame la noche inmensa.               endecasílabos. Rima y esquema variable.

La noche no tiene sueño.

Y el hombre, entre sueños, piensa.

                  (Dámaso Alonso)

 

 

10

Hombres necios que acusáis              TERCETO: 3 versos de arte mayor. A-A.

a la mujer sin razón,

sin ver que sois la ocasión

de lo mismo que culpáis.

                   (Sor Juana Inés de la Cruz)

 

11

Cuantos son en el mundo, justos y pecadores,   QUINTILLA: 5 versos de arte menor.                         

coronados y legos, reyes y emperadores,         Rima consonante. Se combinan libremente, pero:

allí corremos todos, vasallos y señores,            no pueden rimar más de dos versos seguidos, los dos

y todos a su sombra vamos a coger flores.       últimos no pueden formar pareado y no puede quedar

                   (Gonzalo de Berceo)                    ningún verso suelto.

 

12

Aquí la envidia y mentira                         OCTAVA REAL: 11A, 11B, 11A, 11B, 11A, 11B, 11C, 11C.

me tuvieron encerrado.                           Rima consonante.

Dichoso el humilde estado

del sabio que se retira

de aqueste mundo malvado.

                    (Fray Luis de León)

 

13

Ese vago clamor que rasga el viento        ROMANCE: 8-, 8a, 8-, 8a, 8-, 8a, … Rima asonante.

es la voz funeral de una campana:

vano remedo del postrer lamento

de un cadáver sombrío y macilento

que en sucio polvo dormirá mañana.

                     (José Zorrilla)

 

14

Si de mi baja lira                                     TERCERILLA: 3 versos de arte menor y rima consonante:

tanto pudiese el son, que en un momento  a-a.

aplacase la ira

del animoso viento

y la furia del mar y el movimiento.

                     (Garcilaso de la Vega)

 

15

En la hermosa tela se veían,                    DÉCIMA: 8a, 8b, 8b, 8a, 8a, 8c, 8c, 8d, 8d, 8c. Rima

entretejidas, las silvestres diosas             consonante.

salir de la espesura, y que venían

todas a la ribera presurosas,

en el semblante triste, y traían

cestillos blancos de purpúreas rosas,

las cuales esparciendo derramaban

sobre una ninfa muerta que lloraban.

                      (Garcilaso de la Vega)

 

16

Nace el arroyo, culebra                           QUINTETO: Quintilla de arte mayor.

que entre flores se desata,

y apenas, sierpe de plata,

entre las flores se quiebra,

cuando músico celebra

de las flores la piedad

que le da la majestad

del campo abierto a su huida:

y teniendo yo más vida

¿tengo menos libertad?

                       (Calderón de la Barca)

 

17

Un soneto me manda hacer Violante,              CUADERNA VÍA: 14A, 14A, 14A, 14A. Rima consonante.

que en mi vida me he visto en tal aprieto;

catorce versos dicen que es soneto,

burla burlando van los tres delante.

Yo pensé que no hallara consonante,

y estoy a la mitad de otro cuarteto;

mas si me veo en el primer terceto,

no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando,

y aún parece que entré con pie derecho,

pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo, y aun sospecho

que estoy los trece versos acabando:

contad si son catorce, y está hecho.

                        (Lope de Vega)

 

18

¿Y ha de morir contigo el mundo mago        COPLA: 8-, 8a, 8-, 8a. Rima asonante.

donde guarda el recuerdo

los hálitos más puros de la vida,

la blanca sombra del amor primero,

la voz que fue a tu corazón, la mano

que tú querías retener en sueños,

y todos los amores

que llegaron al alma, al hondo cielo?

                         (Antonio Machado)

 

19

Las piquetas de los gallos                 SEGUIDILLA: 7- 5a, 7-, 5a. Rima asonante o consonante.

cavan buscando la aurora,

cuando por el monte oscuro

baja Soledad Montoya.

Cobre amarillo, su carne,

huele a caballo y a sombra.

Yunques ahumados sus pechos,

gimen canciones redondas.

                         (Federico García Lorca)

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Don Quijote de la Mancha

7.3. NOVELA CABALLERESCA: EL QUIJOTE.

El Quijote es la obra máxima de las letras castellanas y una de las más importantes de la literatura mundial.

 

7.3.1. PROPÓSITO.

Al final de la segunda parte puede leerse: “Pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna”. (Capítulo LXXIV, 2ª parte).

En aquella época la sociedad española vivía momentos difíciles. Algunas personas aceptaban esa realidad tal y como era, mientras que otras optaban por evadirse. Una forma de hacerlo era buscando caminos ficticios y héroes en los que depositar sus esperanzas. Quienes leían y apreciaban las novelas de caballerías pertenecían a este último grupo. El problema era que al buscar nuevas esperanzas, se alejaban de la realidad.

Cervantes escribió contra esa postura por tres razones:

a)      morales: las novelas de caballerías enseñaban obscenidades (reminiscencias de Erasmo y su doctrina).

b)      lógicas: sólo describían absurdos.

c)      estilísticas: estaban pésimamente escritas.

Por lo tanto, su propósito era el de ridiculizar y parodiar las novelas de caballerías.

 

7.3.2. PROYECTO INICIAL.

Cervantes se inspiró en varias fuentes para escribir su novela. Existía un anónimo Entremés de los romances, en el que un labrador pierde la razón leyendo el Romancero e imita las hazañas de sus heroicos personajes. Parece ser que nuestro autor lo leyó y concibió la idea de escribir una novela corta, tal vez una novela ejemplar. Su protagonista iba a ser un hidalgo de pueblo que enloquece leyendo libros de caballerías. Sin embargo, ese proyecto inicial fue tomando vida propia y acabó siendo la gran novela que es.

 

7.3.3. EDICIONES.

1605: se publica la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en Madrid. Su éxito fue tal que se reimprimió cinco veces ese mismo año. Muy pronto fue traducida al inglés y al francés.

1615: aparece la segunda parte con el título de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Prosiguieron las ediciones y las traducciones hasta hoy en día.

 

7.3.4. EL QUIJOTE DE AVELLANEDA.

Estaba trabajando Cervantes en la segunda parte de su novela, cuando en 1614 se publicó un segundo tomo de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, firmado por Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas (Valladolid). Este nombre se trataba de un pseudónimo.

En tal libro, llegan a la aldea de don Quijote unos caballeros que van a Zaragoza a participar en unas justas. Uno de ellos es don Álvaro Tarfe, que se aloja en casa del hidalgo. Éste marcha con ellos a participar en el torneo, acompañado de Sancho, y haciéndose llamar el Caballero Desamorado, porque ha renunciado a Dulcinea. En Alcalá y en Madrid le suceden increíbles aventuras, Sancho se queda en la última ciudad sirviendo a un marqués. Tarfe hace recluir al caballero en el manicomio de Toledo.

 

Se ignora quién pudo ser tal escritor, pero Avellaneda insulta a Cervantes en términos tales que revelan algún resentimiento personal. Sólo se sabe que fue un aragonés, que Cervantes lo ofendió en la primera parte del Quijote sin decir su nombre, y que admiraba a Lope de Vega (el cual estaba resentido con Cervantes). Por ello, en el prólogo de la segunda parte Cervantes dice que don Quijote morirá, para evitar posibles continuaciones por parte de Avellaneda o de otros autores.

 

7.3.5. ESTRUCTURA DEL QUIJOTE DE CERVANTES.

1ª parte: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605).

1)      Prólogo + dedicatoria al duque de Béjar.

2)      Primera parte (capítulos I-V):

2.1) Tiempo previo a la primera salida.

2.2) Primera salida (solo).

2.3) Primer regreso (vuelve engañado).

3)      Segunda parte (capítulos VI- LII):

3.1) Tiempo previo a la segunda salida.

3.2) Segunda salida (con Sancho Panza).

3.3) Segundo regreso (vuelve engañado).

2ª parte: El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615).

1)      Prólogo + dedicatoria al conde de Lemos.

2)      Capítulos I- LXXIV:

2.1) Tiempo previo a la tercera salida.

2.2) Tercera salida (con Sancho Panza).

2.3) Regreso y muerte.

3)      Epitafio.

4)      Despedida del autor.

 

7.3.6. ARGUMENTO.

El hidalgo manchego don Alonso Quijano, llamado por sus convecinos el Bueno, enloquece leyendo libros de caballerías. Concibe la idea de lanzarse al mundo, con el nombre de don Quijote de la Mancha, y decide actuar como caballero andante en defensa de los débiles. Su dama es Dulcinea del Toboso, que en realidad se trata de una aldeana idealizada.

Primera parte:

– Primera salida: Con armas absurdas y un viejo caballo, Rocinante, sale por La Mancha, y se hace armar caballero en una venta que imagina ser un castillo, entre las burlas del ventero y de las mozas del mesón. Libera a un muchacho a quien su amo está castigando por perderle las ovejas, pero apenas se marcha, prosigue la paliza. Unos mercaderes lo golpean brutalmente. Entonces, un conocido lo recoge y lo devuelve a su aldea. El cura le requisa los libros y quema todos aquellos que le parecen perniciosos. Sin embargo, don Quijote busca un escudero: Sancho Panza.

– Segunda salida: don Quijote convence a un rudo labrador, Sancho Panza, para que lo acompañe en sus aventuras, prometiéndole riquezas y poder. Aun así, siempre saldrán mal parados: don Quijote lucha contra unos gigantes… que son molinos de viento; es apaleado por unos arrieros; da libertad a unos criminales que luego le apedrean, etc.

Don Quijote se queda en Sierra Morena, pero, al enviar una carta a su dama por medio de Sancho, se descubre su paradero. Sus amigos, el Cura y el Barbero, salen en su busca, y lo traen engañado a su pueblo, metido en una jaula, dentro de la cual sufre pacientemente la burla de sus vecinos.

Segunda parte:

– Tercera salida: tras protagonizar diversas aventuras, en las que realidad y ficción siguen confundiéndose, don Quijote y Sancho recorren las tierras de Aragón y llegan a la corte de unos duques, que se burlan de la locura y la ambición de Sancho. Mandan a éste como gobernador a uno de sus estados. Sancho da pruebas de un excelente sentido común, pero cansado de la vida palaciega se vuelve a buscar a don Quijote.

Tras constantes aventuras, se marchan a Barcelona, y allí el protagonista es vencido por el Caballero de la Blanca Luna, que es su amigo Sansón Carrasco, disfrazado así para intentar que don Quijote recobre su cordura. El vencedor le impone la obligación de regresar a su pueblo.

Después de esa derrota, don Quijote decide hacerse pastor tomando como ejemplo los personajes de la novela pastoril, pero enferma y, después de recobrar el juicio y renegar de la orden de caballería, muere cristianamente.

 

7.3.7. DIFERENCIAS ENTRE LAS DOS PARTES.

En relación con la estructura y con el argumento, la unidad de la obra se produce gracias a una trama principal y sus protagonistas: las aventuras vividas por don Quijote y su escudero. Aun así, podemos destacar una serie de diferencias entre las dos partes de la novela.

Primera parte: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

Segunda parte: El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha.

– don es el tratamiento que reciben los hidalgos.

– ingenio es la capacidad creadora, de conocimiento. Se trata de un rasgo irónico, porque el personaje sufre un desdoblamiento de personalidad.

– ote es un sufijo despectivo, y la Mancha hace referencia a su origen.

– Don Quijote transforma la realidad, es quien crea y vive en un mundo ficticio. Busca aventuras y va sin rumbo fijo.

– Don Quijote encarna el IDEALISMO, mientras que Sancho encarna el REALISMO.

– Aparecen las novelas intercaladas: episodios ajenos a la historia de don Quijote y Sancho. Los protagonistas escucharán estos relatos contados por otros personajes, a quienes han encontrado casualmente.

– Ya no aparece el hidalgo, sino un caballero.

– Los personajes que rodean a nuestro héroe son los que transforman la realidad y hacen dudar a don Quijote.

– Don Quijote va a lugares concretos.

– No aparecen novelas intercaladas.

 

Novelas intercaladas: Historia de Grisóstomo y Marcela (I, 12), Historia de Cardenio y Luscinda (I, 23), Historia de Dorotea (I, 28), Historia de la princesa Micomicona (I, 29), Novela del Curioso impertinente (I, 33), Historia del Cautivo (I, 37), etc.

 

7.3.8. EL PERSONAJE DE DON QUIJOTE.

El principio de la obra contrasta con la presentación que suele darse del héroe en los libros de caballerías. Don Quijote no es joven, tiene unos 50 años cuando inicia su actividad caballeresca. Además, sus armas no corresponden con la época. Es un esperpento. Su modo de vida es el de un tipo de clase media. Sabemos qué platos come y cómo es su vestimenta. No era un príncipe, era un hidalgo de pueblo.

Don Quijote

Héroe caballeresco

– ronda los 50 años.

– no habla de su origen. No sabemos dónde nace ni quiénes son sus padres.

– se le sitúa a través de la hacienda que tiene y las personas que están a su servicio: una ama y un mozo.

– Dulcinea del Toboso es producto de la imaginación de don Quijote, pues se trataba de una campesina llamada Aldonza Lorenzo.

– Don Quijote también lucha por la justicia, pero los gigantes son molinos de viento o rebaños de ovejas.

– Sancho Panza es un humilde labrador y escudero de don Quijote.

– es joven, con buena salud.

– sabemos dónde nace. Suele tomar el origen como nombre. Conocemos su vida desde el nacimiento.

– es un caballero andante determinado por la sangre. Es de buen linaje, pertenece a una saga de caballeros.

– el caballero es un fiel enamorado de una dama.

– el caballero lucha por la justicia, aunque para ello tenga que enfrentarse a gigantes, a magos…

– tiene un fiel escudero al que se le dan bien las batallas, conocedor de secretos, que ayuda al caballero.

 

 

7.3.9. EL PERSONAJE DE SANCHO PANZA.

Sancho Panza aparece en la segunda salida de la primera parte de la novela. Don Quijote cree que debe ir acompañado de un escudero y lo encuentra en su aldea (I, capítulo 7). Se trata de un campesino, un hombre de bien al que no se le conocen maldades. Sin embargo, no es muy listo. Sólo un “tonto” puede aceptar la propuesta de irse con don Quijote. El hidalgo le promete ser gobernador de una ínsula.

Cervantes toma el nombre de su propio atributo físico: panza significa barriga grande. Por lo tanto, tenemos una caricatura, un rudo labrador que representa la realidad cotidiana. Sancho sólo se fía de lo que ve y se preocupa por lo inmediato. También actúa por intereses personales materiales: las ganancias y el gobierno de esa ínsula. Encarna el realismo y busca apoyo en la sabiduría popular: en los refranes.

A pesar de estas características, Sancho irá evolucionando a lo largo de la novela. Descubrirá que don Quijote se había inventado el personaje de Dulcinea cuando le lleva una carta y no ve a una dama, sino a una labradora. En algunos momentos, Sancho se irá acercando a la locura de don Quijote. Por eso podemos hablar de la quijotización de Sancho.

 

7.3.10. RECURSOS TÉCNICOS. PUNTO DE VISTA DEL NARRADOR.

En la novela podemos encontrar distintos recursos técnicos que se han utilizado para entretejer la historia.

1) El narrador:

         narrador complejo (técnica del manuscrito encontrado).

         narrador omnisciente que lo sabe todo.

         narrador que olvida, duda, se confunde.

2) El diálogo: permite que los personajes se caractericen sin la presencia del narrador.

3) Diferentes registros de habla: culto, medio y vulgar.

4) Técnica del contrapunto: desarrollo simultáneo de dos acciones.

5) Perspectivismo.

6) Intertextualidades: alusiones a otros textos literarios (libros de caballerías, el Quijote de Avellaneda), novelas intercaladas.

7) Humor: lenguaje, chistes, lengua vulgar, el ridículo de la indumentario y de las situaciones, etc.

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El licenciado Vidriera, Miguel de Cervantes

El licenciado Vidriera de Miguel de Cervantes.

Paseándose dos caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de un árbol, durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador; mandaron a un criado que le despertase; despertó y preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por solo que le diese estudio. Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también.

-Desa manera -dijo uno de los caballeros-, no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre de tu patria.

-Sea por lo que fuere -respondió el muchacho-; que ni el della ni el de mis padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.

-Pues ¿de qué suerte los piensas honrar? -preguntó el otro caballero.

-Con mis estudios -respondió el muchacho- siendo famoso por ellos; porque yo he oído decir que de los hombres se hacen los obispos.

Esta respuesta movió a los dos caballeros a que le recibiesen y llevasen consigo, como lo hicieron, dándole estudio de la manera que se usa dar en aquella Universidad a los criados que sirven. Dijo el muchacho que se llamaba Tomás Rodaja, de donde infirieron sus amos, por el nombre y por el vestido, que debía de ser hijo de algún labrador pobre. A pocos días le vistieron de negro, y a pocas semanas dio Tomás muestras de tener raro ingenio, sirviendo a sus amos con tanta fidelidad, puntualidad y diligencia, que, con no faltar un punto a sus estudios, parecía que sólo se ocupaba en servirlos; y como el buen servir del siervo mueve la voluntad del señor a tratarle bien, ya Tomás Rodaja no era criado de sus amos, sino su compañero. Finalmente, en ocho años que estuvo con ellos se hizo tan famoso en la Universidad por su buen ingenio y notable habilidad, que de todo género de gentes era estimado y querido. Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras humanas; y tenía tan felice memoria, que era cosa de espanto; e ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos famoso por él que por ella.

Sucedió que se llegó el tiempo que sus amos acabaron sus estudios, y se fueron a su lugar, que era una de las mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo a Tomás, y estuvo con ellos algunos días; pero como le fatigasen los deseos de volver a sus estudios y a Salamanca (que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado), pidió a sus amos licencia para volverse. Ellos, corteses y liberales, se la dieron, acomodándole de suerte, que con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.

Despidióse dellos, mostrando en sus palabras su agradecimiento, y salió de Málaga (que ésta era la patria de sus señores), y al bajar de la cuesta de la Zambra, camino de Antequera, se topó con un gentilhombre a caballo, vestido bizarramente de camino, con dos criados también a caballo. Juntóse con él y supo como llevaba su mismo viaje; hicieron camarada, departieron de diversas cosas, y a pocos lances dio Tomás muestras de su raro ingenio, y el caballero las dió de su bizarría y cortesano trato, y dijo que era capitán de infantería por Su Majestad, y que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra de Salamanca. Alabó la vida de la soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías; dibujóle dulce y puntualmente el aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macatela, lipolastri, e limacarroni. Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado, y de la libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina de las minas, con otras cosas deste jaez, que algunos las toman y tienen por añadiduras del peso de la soldadesca, y son la carga principal della. En resolución, tantas cosas le dijo, y tan bien dichas que la discreción de nuestro Tomás Rodaja comenzó a titubear, y la voluntad a aficionarse a aquella vida, que tan cerca tiene la muerte.

El capitán, que don Diego de Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena presencia, ingenio y desenvoltura de Tomás, le rogó que se fuese con él a Italia, si quería, por curiosidad de verla; que él le ofrecía su mesa, y aun si fuese necesario, su bandera porque su alférez la había de dejar presto. Poco fue menester para que Tomás tuviese el envite, haciendo consigo en un instante un breve discurso de que sería bueno ver a Italia y Flandes, y otras diversas tierras y países, pues las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos, y que en esto, a lo más largo, podía gastar tres o cuatro años, que añadidos a los pocos que él tenía, no serían tantos, que impidiesen volver a sus estudios. Y como si todo hubiera de suceder a la medida de su gusto, dijo al capitán que era contento de irse con él a Italia; pero había de ser condición que no se había de sentar debajo de bandera, ni ponerse en lista de soldado, por no obligarse a seguir su bandera. Y aunque el capitán le dijo que no importaba ponerse en lista, que ansí gozaría de los socorros y pagas que a la compañía se diesen, porque él le daría licencia todas las veces que se la pidiese.

-Eso sería -dijo Tomás- ir contra mi conciencia y contra la del señor capitán; y así, más quiero ir suelto que obligado.

-Conciencia tan escrupulosa -dijo don Diego- más es de religioso que de soldado; pero como quiera que sea, ya somos camaradas.

Llegaron aquella noche a Antequera, y en pocos días y grandes jornadas se pusieron donde estaba la compañía, ya acabada de hacer, y que comenzaba a marchar la vuelta de Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los lugares que le venían a mano. Allí notó Tomás la autoridad de los comisarios, la incomodidad de algunos capitanes, la solicitud de los aposentadores, la industria y cuenta de los pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de las boletas, las insolencias de los bisoños, las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes más que los necesarios, y, finalmente, la necesidad casi precisa de hacer todo aquello que notaba y mal le parecía.

Habíase vestido Tomás de papagayo, renunciando los hábitos de estudiante, y púsose a lo de Dios es Cristo, como se suele decir. Los muchos libros que tenía los redujo a unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento, que en las dos faldriqueras llevaba. Llegaron más presto de lo que quisieran a Cartagena, porque la vida de los alojamientos es ancha y varia, y cada día se topan cosas nuevas y gustosas. Allí se embarcaron en cuatro galeras de Nápoles, y allí notó también Tomás Rodaja la extraña vida de aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan las maretas. Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas, especialmente en el golfo de Leon, que tuvieron dos, que la una los echó en Córcega, y la otra los volvió a Tolón, en Francia. En fin, trasnochados, mojados y con ojeras, llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova, y desembarcándose en su recogido mandrache, después de haber visitado una iglesia dio el capitán con todas sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas pasadas con el presente gaudeamus.

[…]

Y habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles, y por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma, añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa, y aun de todo el mundo.

Desde allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Micina: de Palermo le pareció bien el asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron, y no entendieron, todos los cielos, y todos los ángeles, y todos los moradores de las moradas sempiternas.

Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se extiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen número.

Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero habiendo estado un mes en ella, por Ferrara Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia, ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer; haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo, y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se fué a Aste, y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes. Fue muy bien recebido de su amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a Flandes, y llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había visto en Italia. Vio a Gante, y a Bruselas, y vio que todo el país se disponía a tomar las armas para salir en campaña el verano siguiente. Y habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que habia visto, determinó volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios, y como lo pensó lo puso luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo de despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedia, y por Francia volvió a España; sin haber visto París, por estar puesta en armas. En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos, y con la comodidad que ellos le hicieron prosiguió sus estudios hasta graduarse de licenciado en Leyes

Sucedió que en este tiempo llegó a aquella ciudad una dama de todo rumbo y manejo. Acudieron luego a la añagaza y reclamo todos los pájaros del lugar, sin quedar vademecum que no la visitase. Dijéronle a Tomás que aquella dama decía que había estado en Italia y en Flandes, y por ver si la conocía, fue a visitarla, de cuya visita y vista quedó ella enamorada de Tomás; y él, sin echar e ver en ello, si no era por fuerza y llevado de otros, no quería entrar en su casa. Finalmente, ella le descubrió su voluntad y le ofreció su hacienda; pero como él atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía al gusto de la señora, la cual, viéndose desdeñada y, a su parecer, aborrecida, y que por medios ordinarios y comunes no podía conquistar la roca de la voluntad de Tomás, acordó de buscar otros modos, a su parecer; más eficaces y bastantes para salir con el cumplimiento de sus deseos. Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás unos destos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla; como si hubiese en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas o comidas amatorias se llaman venéficas; porque no es otra cosa lo que hacen sino dar veneno a quien lo toma, como lo tiene mostrado la experiencia en muchas y diversas ocasiones.

Comió en tal mal punto Tomás el membrillo, que al momento comenzó a herir de pie y de mano como si tuviera alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al cabo de las cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda que un membrillo que había comido le había muerto, y declaró quién se le había dado. La justicia, que tuvo noticia del caso, fue a buscar la malhechora; pero ya ella, viendo el mal suceso, se había puesto en cobro, y no pareció jamás.

Seis meses estuvo en la cama Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos; y aunque le hicieron los remedios posibles, sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no de lo del entendimiento; porque quedó sano, y loco de la más extraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces, pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que real y verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio, de pies a cabeza.

Para sacarle desta extraña imaginación, muchos, sin atender a sus voces y rogativas, arremetieron a él y le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase como no se quebraba. Pero lo que se granjeaba en esto era que el pobre se echaba en el suelo dando mil gritos, y luego le tomaba un desmayo del cual no volvía en sí en cuatro horas; y cuando volvía, era renovando las plegarias rogativas de que otra vez no le llegasen. Decía que le hablasen desde lejos, y le preguntasen lo que quisiesen, porque a todo les respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio y no de carne; que el vidrio, por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el alma con más prontitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesada y terrestre. Quisieron algunos experimentar si era verdad lo que decía, y así, le preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio; cosa que causó admiración a los más letrados de la Universidad y a los profesores de la Medicina y Filosofía, viendo que en un sujeto donde se contenía tan extraordinaria locura como era el pensar que fuese de vidrio, se encerrase tan grande entendimiento, que respondiese a toda pregunta con propiedad y agudeza.

Pidió Tomás le diesen alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su cuerpo, porque al vestirse algún vestido estrecho no se quebrase; y así, le dieron una ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento y se ciñó con una cuerda de algodón. No quiso calzarse zapatos en ninguna manera, y el orden que tuvo para que le diesen de comer sin que a él llegasen fué poner en la punta de una vara una vasera de orinal, en la cual le ponían alguna cosa de fruta, de las que la sazón del tiempo ofrecía. Carne ni pescado, no lo quería; no bebía sino en fuente o en río, y esto, con las manos: cuando andaba por las calles, iba por la mitad dellas, mirando a los tejados, temeroso no le cayese alguna teja encima y le quebrase; los veranos dormía en el campo al cielo abierto, y los inviernos se metía en algún mesón, y en el pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo que aquélla era la más propia y más segura cama que podían tener los hombres de vidrio. Cuando tronaba, temblaba como un azogado, y se salía al campo, y no entraba en poblado hasta haber pasado la tempestad. Tuviéronle encerrado sus amigos mucho tiempo; pero viendo que su desgracia pasaba adelante, determinaron de condescender con lo que él les pedía, que era le dejasen andar libre, y así, le dejaron, y él salió por la ciudad, causando admiración y lástima a todos tos que le conocían.

Cercáronle luego los muchachos; pero él con la vara los detenía, y les rogaba le hablasen apartados, porque no se quebrase; que por ser hombre de vidrio, era muy tierno y quebradizo. Los muchachos, que son la más traviesa generación del mundo, a despecho de sus ruegos y voces, le comenzaron a tirar trapos, y aun piedras, por ver si era de vidrio, como él decía; pero él daba tantas voces y hacía tales extremos, que movía a los hombres a que riñesen y castigasen a los muchachos porque no le tirasen. Mas un día que le fatigaron mucho se volvió a ellos, diciendo

-¿Qué me queréis, muchachos, porfiados como moscas, sucios como chinches, atrevidos como pulgas ? ¿Soy yo por ventura el monte Testacho de Roma, para que me tiréis tantos tiestos y tejas?

Por oírle reñir y responder a todos, le seguían siempre muchos, y los muchachos tomaron y tuvieron por mejor partido antes oírle que tirarle. Pasando, pues, una vez por la ropería de Salamanca, le dijo una ropera:

-En mi ánima, señor Licenciado, que me pesa de su desgracia; pero ¿qué haré, que no puedo llorar?

Él se volvió a ella, y muy mesurado le dijo:

Filiae Hierusalem, plorate super vos et super filios vestros.

Entendió el marido de la ropera la malicia del dicho, y díjole:

-Hermano Licenciado Vidriera-que así decía él que se llamaba-, más tenéis de bellaco que de loco.

-No se me da un ardite -respondió él-, como no tenga nada de necio.

Pasando un día por la casa llana y venta común, vio que estaban a la puerta della muchas de sus moradoras, y dijo que eran bagajes del ejército de Satanás, que estaban alojados en el mesón del Infierno.

Preguntóle uno que qué consejo o consuelo daría a un amigo suyo, que estaba muy triste porque su mujer se le había ido con otro. A lo cual respondió:

-Dile que dé gracias a Dios por haber permitido le llevasen de casa a su enemigo.

[…]

En resolución, él decía tales cosas, que si no fuera por los grandes gritos que daba cuando le tocaban, o a él se arrimaban, por el hábito que traía, por la estrecheza de su comida, por el modo con que bebía, por el no querer dormir sino al cielo abierto en el verano, y el invierno en los pajares, como queda dicho, con que daba tan claras señales de su locura, ninguno pudiera creer sino que era uno de los más cuerdos del mundo.

Dos años o poco más duró en esta enfermedad, porque un religioso de la orden de San Jerónimo, que tenía gracia y ciencia particular en hacer que los mudos entendiesen y en cierta manera hablasen, y en curar locos, tomó a su cargo de curar a Vidriera, movido de caridad, y le curó y sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso. Y así como le vio sano, le vistió como letrado y le hizo volver a la Corte, adonde, con dar tantas muestras de cuerdo como las había dado de loco, podía usar su oficio y hacerse famoso por él. Hízolo así, y llamándose el Licenciado Rueda, y no Rodaja, volvió a la Corte, donde apenas hubo entrado, cuando fue conocido de los muchachos; mas como le vieron en tan diferente hábito del que solía, no le osaron dar grita ni hacer preguntas; pero seguíanle, y decían unos a otros:

-¿Este no es el loco Vidriera? A fe que es él. Ya viene cuerdo. Pero también puede ser loco bien vestido como mal vestido: preguntémosle algo, y salgamos desta confusión.

Todo esto oía el Licenciado, y callaba, y iba más confuso y más corrido que cuando estaba sin juicio.

Pasó el conocimiento de los muchachos a los hombres, y antes que el Licenciado llegase al patio de los Consejos, llevaba tras de sí más de docientas personas de todas suertes. Con este acompañamiento, que era más que de un catedrático, llegó al patio, donde le acabaron de circundar cuantos en él estaban. Él, viéndose con tanta turba a la redonda, alzó la voz y dijo:

-Señores, yo soy el licenciado Vidriera; pero no el que solía: soy ahora el licenciado Rueda. Sucesos y desgracias que acontecen en el mundo por permisión del cielo me quitaron el juicio, y las misericordias de Dios me le han vuelto. Por las cosas que dicen que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y haré cuando cuerdo. Yo soy graduado en Leyes por Salamanca, adonde estudió con pobreza, y adonde llevé segundo en licencias; de do se puede inferir que más la virtud que el favor me dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar de la Corte para abogar y ganar la vida; pero si no me dejáis, habré venido a bogar y granjear la muerte: por amor de Dios que no hagáis que el seguirme sea perseguirme, y que lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por cuerdo. Lo que solíades preguntarme en las plazas, preguntádmelo ahora en mi casa, y veréis que el que os respondía bien, según dicen, de improviso, os responderá mejor de pensado.

Escucháronle todos y dejáronle algunos. Volvióse a su posada, con poco menos acompañamiento que había llevado.

Salió otro día, y fue lo mismo: hizo otro sermón, y no sirvió de nada. Perdía mucho y no ganaba cosa; y viéndose morir de hambre, determinó de dejar la Corte y volver a Flandes, donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las de su ingenio. Y poniéndolo en efeto, dijo, al salir de la Corte:

-¡Oh Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas las de los virtuosos encogidos; sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados, y matas de hambre a los discretos vergonzosos! Esto dijo, y se fue a Flandes, donde la vida que había comenzado a eternizar por las letras, la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado.

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ANTOLOGÍA MIGUEL DE CERVANTES II

7-. CERVANTES NOVELISTA.

Hasta ahora hemos visto la producción del autor en cuanto a poesía y teatro. Sin embargo, si Cervantes ocupa un lugar de excepción en nuestra literatura es por su obra narrativa. Dentro de este género literario podemos destacar cuatro títulos:

 

La Galatea (1585).

Novelas ejemplares (elaboradas entre 1605 y 1613).

El Quijote ( primera parte, 1605; segunda parte, 1615).

Los trabajos de Persiles y Segismunda (1617, obra póstuma).

 

7.1-. NOVELA PASTORIL.

Su primera novela fue, pues, La Galatea, publicada cuando tenía treinta y ocho años. Dentro de las opciones que le brindaba la narrativa del siglo XVI, Cervantes elige la que consideraba más noble y culta, esto es, la pastoril.

Es una obra de complejo argumento, según los cánones del género, con amores entre pastores y pastoras, unas veces logrados con felicidad y otras fracasados con desventura.

Aquí tienes un ejemplo de la primera parte de la novela (en lugar de la clasificación en capítulos, La Galatea está dividida en varios libros dentro del mismo volumen).

 

Primero libro de La Galatea:

[…] Esto cantaba Elicio, pastor en las riberas de Tajo, con quien naturaleza se mostró tan liberal, cuanto la fortuna y el amor escasos, aunque los discursos del tiempo, consumidor y renovador de las humanas obras, le trujeron a términos que tuvo por dichosos los infinitos y desdichados en que se había visto,   -fol. 2r-   y en los que su deseo le había puesto, por la incomparable belleza de la sin par Galatea, pastora en las mesmas riberas nacida; y, aunque en el pastoral y rústico ejercicio criada, fue de tan alto y subido entendimiento, que las discretas damas, en los reales palacios crescidas y al discreto tracto de la corte acostumbradas, se tuvieran por dichosas de parescerla en algo, así en la discreción como en la hermosura. Por los infinitos y ricos dones con que el cielo a Galatea había adornado, fue querida, y con entrañable ahínco amada, de muchos pastores y ganaderos que por las riberas de Tajo su ganado apascentaban; entre los cuales se atrevió a quererla el gallardo Elicio, con tan puro y sincero amor cuanto la virtud y honestidad de Galatea permitía.

De Galatea no se entiende que aborresciese a Elicio, ni menos que le amase; porque a veces, casi como convencida y obligada a los muchos servicios de Elicio, con algún honesto favor le subía al cielo; y otras veces, sin tener cuenta   -fol. 2v-   con esto, de tal manera le desdeñaba que el enamorado pastor la suerte de su estado apenas conoscía. No eran las buenas partes y virtudes de Elicio para aborrecerse, ni la hermosura, gracia y bondad de Galatea para no amarse. Por lo uno, Galatea no desechaba de todo punto a Elicio; por lo otro, Elicio no podía, ni debía, ni quería olvidar a Galatea. Parescíale a Galatea que, pues Elicio con tanto miramiento de su honra la amaba, que sería demasiada ingratitud no pagarle con algún honesto favor sus honestos pensamientos. Imaginábase Elicio que, pues Galatea no desdeñaba sus servicios, que tendrían buen suceso sus deseos. Y cuando estas imaginaciones le aviva[ba]n la esperanza, hallábase tan contento y atrevido, que mil veces quiso descubrir a Galatea lo que con tanta dificultad encubría. Pero la discreción de Galatea conoscía bien, en los movimientos del rostro, lo que Elicio en el alma traía; y tal el suyo mostraba, que al enamorado pastor se le helaban las palabras en   -fol. 3r-   la boca, y quedábase solamente con el gusto de aquel primer movimiento, por parescerle que a la honestidad de Galatea se le hacía agravio en tratarle de cosas que en alguna manera pudiesen tener sombra de no ser tan honestas que la misma honestidad en ella[s] se transformase.

Con estos altibajos de su vida, la pasaba el pastor tan mala que a veces tuviera por bien el mal de perderla, a trueco de no sentir el que le causaba no acabarla. Y así, un día, puesta la consideración en la variedad de sus pensamientos, hallándose en medio de un deleitoso prado, convidado de la soledad y del murmurio de un deleitoso arroyuelo que por el llano corría, sacando de su zurrón un polido rabel, al son del cual sus querellas con el cielo cantando comunicaba, con voz en estremo buena, cantó los siguientes versos:

 

[…]

 

 

 

7.2-. NOVELA CORTA.

Habrán de pasar veinte años antes de que Cervantes vuelva a publicar novelas. Veinte difíciles años (amargas experiencias de funcionario, y cárcel en Sevilla), durante los cuales su espíritu se ha ido enriqueciendo con el trato de los hombres, en que su personalidad se ha definido y templado, y en que su talento culmina con la adquisición de puntos de vista originales como artista. En 1605 publica la primera parte del Quijote, y empieza a escribir narraciones cortas que, en 1613, reunirá en un volumen con el título de Novelas ejemplares.

 

En el prólogo de dicho volumen afirma ser “el primero que ha novelado en lengua castellana”, refiriéndose a las narraciones cortas que constituyen la colección. No es que no hubiera novelas antes: él se refiere a un género nuevo en España, pero con precedentes en Italia, que se ocupa de un trozo de vida inventada, que funciona con más fantasía que la vida real, pero sin enmascarar ésta.

Los críticos literarios las han clasificado en dos grupos: las novelas de carácter realista, porque reproducen escenas del bajo mundo social; y novelas de carácter idealista, por su talante poético y ficticio. Veamos cuáles pertenecen a uno y otro grupo.

 

NOVELAS REALISTAS

NOVELAS IDEALISTAS

Rinconete y Cortadillo. Dos muchachos en busca de aventuras llegan a Sevilla donde se ven enrolados en una cofradía de ladrones y prostitutas, que, para su sorpresa, son devotos de la Virgen. El libro es una crítica a la piedad desencaminada y presenta rasgos de la novela picaresca.

La española inglesa. Se narran los amores de la española Isabel, trasladada a Londres, con el inglés Recaredo. Tras muchas aventuras, los amantes logran reunirse en Sevilla.

El casamiento engañoso. El alférez Campuzano, a su regreso de las guerras de Flandes, quiere asegurar su retiro y se casa con Estefanía, rica en apariencia. Después de la boda, ella desaparece llevándose las joyas de aquél, que resultan ser falsas.

El amante liberal. Se centra en las aventuras de dos amantes: Ricardo y Leonisa, cautivos de los turcos. Finalmente, logran escapar de la prisión.

El celoso extremeño. Carrizales, rico indiano de sesenta y ocho años, vuelve a España y se casa con una muchacha de catorce. Celoso de su mujer, la encierra en casa; pero un joven libertino se enamora de ella y penetra en el hogar. Carrizales, al enterarse del adulterio, muere de dolor.

Las dos doncellas. Narra las aventuras de dos jóvenes que, enamoradas, huyen de sus casas disfrazadas de hombres y logran sus deseos después de pasar muchas peripecias.

El coloquio de los perros. Esta obra, cotinuación de la anterior, es una sátira de la vida contemporánea, por medio de un diálogo que mantienen dos perros: Cipión y Berganza.

La fuerza de la sangre. El joven Rodolfo, cautivado por la hermosura de Leocadia, la rapta y la viola. Pasados los años, ésta identifica la casa donde fue raptada y cuenta la historia a los padres de Rodolfo. Éstos ordenan a su hijo, que se encuentra en Italia, su regreso a España para casarse con una novia que han elegido para él. Rodolfo, que no reconoce a Leocadia, se enamora de su belleza y se convierten en marido y mujer.

El licenciado Vidriera. Narra las extrañas peripecias de un estudiante, Tomás Rodaja, que, tras servir como soldado en Italia, regresa a proseguir sus estudios en Salamanca. Rechaza los amores de una dama, la cual le da a tomar un hechizo que lo hace enloquecer: Rodaja cree ser de vidrio, y teme romperse en cualquier momento.

La señora Cornelia. Una noche, don Antonio y don Juan, dos caballeros españoles, se ven envueltos en dos sucesos bien diferentes: don Antonio recibe en un portal oscuro un bulto que resulta ser un niño recién nacido; una dama con la cara tapada pide protección a don Juan. Poco después coinciden todos en una posada donde se desvela el enigma: la dama es Cornelia, mujer de gran hermosura y madre del recién nacido, cuyo padre es el duque de Ferrara, que le había dado palabra de casamiento. Todos salen en busca del duque y, finalmente, se celebra la boda.

La gitanilla. Es la historia de un joven noble que se enamora apasionadamente de una gitana. Ésta promete casarse con él si durante dos años vive como gitano.

 

La ilustre fregona. Dos estudiantes de origen noble se convierten en pícaros. Uno de ellos se enamora de la sirvienta de un mesón, la cual resulta tener un origen aristocrático.

 

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Capítulos I, II y III Niebla de Unamuno

Aquí tenéis los tres primeros
capítulos de esta novela de Unamuno. Imprimidlos, leedlos en casa y
llevadlos a clase para trabajarlos. Es parte de los posibles temas del
examen de Maturita…

CAPÍTULO I:

Al aparecer Augusto a la puerta
de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y
abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado en
esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo
exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de
la mano el frescor del lento orvallo frunció el entrecejo. Y no era
tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el
paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su
funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas
abierto.

«Es una desgracia esto de tener
que servirse uno de las cosas ––pensó Augusto––; tener que usarlas, el
uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los
objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de
comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se
reduzca, o más bien se ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas
en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de
Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que nos proteja de
toda suerte de males.»

Díjose así y se agachó a
recogerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y se quedó un
momento suspenso y pensando: «y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la
derecha o a la izquierda?» Porque Augusto no era un caminante, sino un
paseante de la vida. «Esperaré a que pase un perro ––se dijo–– y tomaré
la dirección inicial que él tome.»

En esto pasó por la calle no un
perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se fue, como imantado
y sin darse de ello cuenta, Augusto.

Y así una calle y otra y otra.

«Pero aquel chiquillo ––iba
diciéndose Augusto, que más bien que pensaba hablaba consigo mismo––,
¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a alguna
hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los animales más
hipócritas! Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es
como ese gandul que va ahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos
con quienes se cruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que hacer.
¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha de tener que hacer! Es un
vago, un vago como… ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no
descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen
sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese
mamarracho de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a
darle al rollo majadero, para que le veamos, ese exhibicionista del
trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importa que
trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo el de
ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose… Pero ¿y qué sé
yo? ¡Perdone, hermano! ––esto se lo dijo en voz alta––. ¿Hermano?
¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y
este, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya
tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se adelanta con
suprimir así distancias? La manía de viajar viene de topofobia y no de
filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja y no
buscando cada lugar a que llega. Viajar… viajar… Qué chisme más
molesto es el paraguas… Calla, ¿qué es esto?»

Y se detuvo a la puerta de una
casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras
de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido
siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y
aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta
Cerbera aguarda ––se dijo–– que le pregunte por el nombre y
circunstancias de esta señorita a que he venido siguiendo y,
ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar mi
seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio
lo imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un
duro. No era cosa de ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y
ocasión en ello.

––Dígame, buena mujer ––interpeló
a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo––, ¿podría
decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta señorita
que acaba de entrar?

––Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.

––Por lo mismo.

––Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.

––¿Domingo? Será Dominga…

––No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.

––Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está la concordancia?

––No la conozco, señor.

––Y dígame… dígame… ––sin sacar los dedos del bolsillo––, ¿cómo es que sale así sola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres?

––Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos…

––¿Paternos o maternos?

––Sólo sé que son tíos.

––Basta y aun sobra.

––Se dedica a dar lecciones de piano.

––¿Y lo toca bien?

––Ya tanto no sé.

––Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.

––Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le lleve algún mandado?

––Tal vez… tal vez… No por ahora… ¡Adiós!

––Disponga de mí, caballero, y cuente con una absoluta discreción.

«Pues señor ––iba diciéndose
Augusto al separarse de la portera––, ve aquí cómo he quedado
comprometido con esta buena mujer. Porque ahora no puedo dignamente
dejarlo así. Qué dirá si no de mí este dechado de porteras. ¿Conque…
Eugenia Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy a apuntarlo, no
sea que se me olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro
de memorias en el bolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no
metáis en la cabeza lo que os quepa en el bolsillo! A lo que habría que
añadir por complemento: ¡no metáis en el bolsillo lo que os quepa en la
cabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la portera?»

Volvió unos pasos atrás.

––Dígame una cosa más, buena mujer…

––Usted mande…

––Y usted, ¿cómo se llama?

––¿Yo? Margarita.

––¡Muy bien, muy bien… gracias!

––No hay de qué.

Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en el paseo de la Alameda.

Había cesado la llovizna. Cerró y
plegó su paraguas y lo enfundó. Acercóse a un banco, y al palparlo se
encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódico, lo colocó sobre el
banco y sentóse. Luego su cartera y blandió su pluma estilográfica. «He
aquí un chisme utilísimo ––se dijo––; de otro modo, tendría que apuntar
con lápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará su
imagen de mi memoria? Pero ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me
acuerdo de unos ojos… Tengo la sensación del toque de unos ojos…
Mientras yo divagaba líricamente, unos ojos tiraban dulcemente de mi
corazón. ¡Veamos! Eugenia Domingo, sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No
me acostumbro a eso de que se llame Domingo… No; he de hacerle
cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, y nuestros hijos
varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Y como
han de suprimir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en una P,
¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto P Dominga? Pero… ¿adónde
me llevas, loca fantasía?» Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del
Arco, Avenida de la Alameda, 58. Encima de esta apuntación había estos
dos endecasilabos:

De la cuna nos viene la tristeza
y también de la cuna la alegría…

«Vaya ––se dijo Augusto––, esta
Eugenita, la profesora de piano, me ha cortado un excelente principio
de poesía lírica trascendental. Me queda interrumpida.
¿Interrumpida?… Sí, el hombre no hace sino buscar en los sucesos, en
las vicisitudes de la suerte, alimento para su tristeza o su alegría
nativas. Un mismo caso es triste o alegre según nuestra disposición
innata. ¿Y Eugenia? Tengo que escribirle. Pero no desde aquí, sino
desde casa. ¿Iré más bien al Casino? No, a casa, a casa. Estas cosas
desde casa, desde el hogar. ¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar..
hogar… ¡Cenicero más bien! ¡Ay, mi Eugenia!» Y se volvió Augusto a su
casa.

 

CAPÍTULO II:

Al abrirle el criado la puerta…

Augusto, que era rico y solo,
pues su anciana madre había muerto no hacía sino seis meses antes de
estos menudos sucedidos, vivía con un criado y una cocinera, sirvientes
antiguos en la casa a hijos de otros que en ella misma habían servido.
El criado y la cocinera estaban casados entre sí, pero no tenían hijos.

Al abrirle el criado la puerta le preguntó Augusto si en su ausencia había llegado alguien.

––Nadie, señorito.

Eran pregunta y respuesta sacramentales, pues apenas recibía visitas en casa Augusto.

Entró en su gabinete, tomó un
sobre y escribió en él: «Señorita doña Eugenia Domingo del Arco». Y en
seguida, delante del blanco papel, apoyó la cabeza en ambas manos, los
codos en el escritorio, y cerró los ojos. «Pensemos primero en ella»,
se dijo. Y esforzóse por atrapar en la oscuridad el resplandor de
aquellos otros ojos que le arrastraran al azar.

Estuvo así un rato sugiriéndose
la figura de Eugenia, y como apenas si la había visto, tuvo que
figurársela. Merced a esta labor de evocación fue surgiendo a su
fantasía una figura ceñida de ensueños. Y se quedó dormido. Se quedó
dormido porque había pasado mala noche, de insomnio.

––¡Señorito!

––¿Eh? ––exclamó despertándose.

––Está ya servido el almuerzo.

¿Fue la voz del criado, o fue el
apetito, de que aquella voz no era sino un eco, lo que le despertó?
¡Misterios psicológicos! Así pensó Augusto, que se fue al comedor
diciéndose: ¡oh, la psicología!

Almorzó con fruición su almuerzo
de todos los días: un par de huevos fritos, un bisteque con patatas y
un trozo de queso Gruyere. Tomó luego su café y se tendió en la
mecedora. Encendió un habano, se lo llevó a la boca, y diciéndose:
«¡Ay, mi Eugenia!» se dispuso a pensar en ella.

«¡Mi Eugenia, sí, la mía ––iba
diciéndose––, esta que me estoy forjando a solas, y no la otra, no la
de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa,
aparición fortuita, no la de la portera! ¿Aparición fortuita? ¿Y qué
aparición no lo es? ¿Cuál es la lógica de las apariciones? La de la
sucesión de estas figuras que forman las nubes de humo del cigarro. ¡El
azar! El azar es el íntimo ritmo del mundo, el azar es el alma de la
poesía. ¡Ah, mi azarosa Eugenia! Esta mi vida mansa, rutinaria,
humilde, es una oda pindárica tejida con las mil pequeñeces de lo
cotidiano. ¡Lo cotidiano! ¡El pan nuestro de cada día, dánosle hoy!
Dame, Señor, las mil menudencias de cada día. Los hombres no sucumbimos
a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y
esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños
incidentes. y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa.
Ahora surge de ella Eugenia. ¿Y quién es Eugenia? Ah, caigo en la
cuenta de que hace tiempo la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba
ella me ha salido al paso. ¿No es esto acaso encontrar algo? Cuando uno
descubre una aparición que buscaba, ¿no es que la aparición,
compadecida de su busca, se le viene al encuentro? ¿No salió la América
a buscar a Colón? ¿No ha venido Eugenia a buscarme a mí? ¡Eugenia!
¡Eugenia! ¡Eugenia!»

Y Augusto se encontró
pronunciando en voz alta el nombre de Eugenia. Al oírle llamar, el
criado, que acertaba a pasar junto al comedor, entró diciendo:

––¿Llamaba, señorito?

––¡No, a ti no! Pero, calla, ¿no te llamas tú Domingo?

––Sí, señorito ––respondió Domingo sin extrañeza alguna por la pregunta que se le hacía.

––¿Y por qué te llamas Domingo?

––Porque así me llaman.

«Bien, muy bien ––se dijo
Augusto–– nos llamamos como nos llaman. En los tiempos homéricos tenían
las personas y las cosas dos nombres, el que les daban los hombres y el
que les daban los dioses. ¿Cómo me llamará Dios? ¿Y por qué no he de
llamarme yo de otro modo que como los demás me llaman? ¿Por qué no he
de dar a Eugenia otro nombre distinto del que le dan los demás, del que
le da Margarita, la portera? ¿Cómo la llamaré?»

––Puedes irte ––le dijo al criado.

Se levantó de la mecedora, fue al gabinete, tomó la pluma y se puso a escribir:

«Señorita: Esta misma mañana,
bajo la dulce llovizna del cielo, cruzó usted, aparición fortuita, por
delante de la puerta de la casa donde aún vivo y ya no tengo hogar.
Cuando desperté fui a la puerta de la suya, donde ignoro si tiene usted
hogar o no le tiene. Me habían llevado allí sus ojos, sus ojos, que son
refulgentes estrellas mellizas en la nebulosa de mi mundo. Perdóneme,
Eugenia, y deje que le dé familiarmente este dulce nombre; perdóneme la
lírica. Yo vivo en perpetua lírica infinitesimal.

»No sé qué más decirle. Sí, sí
sé. Pero es tanto, tanto lo que tengo que decirle, que estimo mejor
aplazarlo para cuando nos veamos y nos hablemos pues es lo que ahora
deseo, que nos veamos, que nos hablemos, que nos escribamos, que nos
conozcamos. Después… Después, ¡Dios y nuestros corazones dirán!

»¿Me dará usted, pues, Eugenia, dulce aparición de mi vida cotidiana, me dará usted oídos?
»Sumido en la niebla de su vida espera su respuesta.
AUGUSTO PÉREZ.»

Y rubricó diciéndose: «Me gusta esta costumbre de la rúbrica por lo inútil.»

Cerró la carta y volvió a echarse a la calle.

«¡Gracias a Dios ––se decía
camino de la avenida de la Alameda––, gracias a Dios que sé adónde voy
y que tengo adónde ir! Esta mi Eugenia es una bendición de Dios. Ya ha
dado una finalidad, un hito de término a mis vagabundeos callejeros. Ya
tengo casa que rondar; ya tengo una portera confidente…»

Mientras iba así hablando consigo
mismo cruzó con Eugenia sin advertir siquiera el resplandor de sus
ojos. La niebla espiritual era demasiado densa. Pero Eugenia, por su
parte, sí se fijó en él, diciéndose: «¿Quién será este joven?, ¡no
tiene mal porte y parece bien acomodado!» Y es que, sin darse clara
cuenta de ello, adivinó a uno que por la mañana la había seguido. Las
mujeres saben siempre cuándo se las mira, aun sin verlas, y cuándo se
las ve sin mirarlas.

Y siguieron los dos, Augusto y
Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la
enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un
tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén,
de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó
cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que
envuelve las almas de los que pasan.

Por fin se encontró Augusto una
vez más ante Margarita la portera, ante la sonrisa de Margarita. Lo
primero que hizo ésta al ver a aquél fue sacar la mano del bolsillo del
delantal.

––Buenas tardes, Margarita.

––Buenas tardes, señorito.

––Augusto, buena mujer, Augusto.

––Don Augusto ––añadió ella.

––No a todos los nombres les cae
el don ––observó él––. Así como de Juan a don Juan hay un abismo, así
le hay de Augusto a don Augusto. ¡Pero… sea! ¿Salió la señorita
Eugenia?

––Sí, hace un momento.

––¿En qué dirección?

––Por ahí.

Y por ahí se dirigió Augusto. Pero al rato volvió. Se le había olvidado la carta.

––¿Hará el favor, señora Margarita, de hacer llegar esta carta a las propias blancas manos de la señorita Eugenia?

––Con mucho gusto.

––Pero a sus propias blancas manos, ¿eh? A sus manos tan marfileñas como las teclas del piano a que acarician.

––Sí, ya, lo sé de otras veces.

––¿De otras veces? ¿Qué es eso de otras veces?

––Pero ¿es que cree el caballero que es ésta la primera carta de este género…?

––¿De este género? Pero ¿usted sabe el género de mi carta?

––Desde luego. Como las otras.

––¿Como las otras? ¿Como qué otras?

––¡Pues pocos pretendientes que ha tenido la señorita… !

––Ah, ¿pero ahora está vacante?

––¿Ahora? No, no, señor, tiene
algo así como un novio… aunque creo que no es sino aspirante a
novio… Acaso le tenga en prueba… puede ser que sea interino…

––¿Y cómo no me lo dijo?

––Como usted no me lo preguntó…

––Es cierto. Sin embargo, entréguele esta carta y en propias manos, ¿entiende? ¡Lucharemos! ¡Y vaya otro duro!

––Gracias, señor, gracias.

Con trabajo se separó de allí
Augusto, pues la conversación nebulosa, cotidiana, de Margarita la
portera empezaba a agradarle. ¿No era acaso un modo de matar el tiempo?

«¡Lucharemos! ––iba diciéndose
Augusto calle abajo––, ¡sí, lucharemos! ¿Conque tiene otro novio, otro
aspirante a novio …? ¡Lucharemos! Militia est vita hominis super
terram. Ya tiene mi vida una finalidad; ya tengo una conquista que
llevar a cabo. ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, has de ser mía! ¡Por lo menos,
mi Eugenia, ésta que me he forjado sobre la visión fugitiva de aquellos
ojos, de aquella yunta de estrellas en mi nebulosa, esta Eugenia sí que
ha de ser mía, sea la otra, la de la portera, de quien fuere!
¡Lucharemos! Lucharemos y venceré. Tengo el secreto de la victoria.
¡Ah, Eugenia, mi Eugenia!»

Y se encontró a la puerta del Casino, donde ya Víctor le esperaba para echar la cotidiana partida de ajedrez.

 

CAPÍTULO III:

––Hoy te retrasaste un poco, chico ––dijo Víctor a Augusto––, ¡tú, tan puntual siempre!

––Qué quieres… quehaceres…

––¿Quehaceres, tú?

––Pero ¿es que crees que sólo tienen quehaceres los agentes de bolsa? La vida es mucho más compleja de lo que tú te figuras.

––O yo más simple de lo que tú crees…

––Todo pudiera ser.

––¡Bien, sal!

Augusto avanzó dos casillas el
peón del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de ópera, se
quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de
mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla,
lucharemos! Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez y, sin embargo,
¡qué nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No será la lógica también
algo fortuito, algo azaroso? Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será
algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?»

––Pero, hombre ––le interrumpió Víctor––, ¿no quedamos en que no sirve volver atrás la jugada? ¡Pieza tocada, pieza jugada!

––En eso quedamos, sí.

––Pues si haces eso te como gratis ese alfil.

––Es verdad, es verdad; me había distraído.

––Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada.

––¡Vamos, sí, lo irreparable!

––Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego.

«¿Y por qué no ha de distraerse
uno en el juego? ––se decía Augusto––. ¿Es o no es un juego la vida? ¿Y
por qué no ha de servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es la lógica!
Acaso esté ya la carta en manos de Eugenia. Alea jacta est! A lo hecho,
pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De quién
es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la
niebla cotidiana!»

––¡Jaque! ––volvió a interrumpirle Víctor.

––Es verdad, es verdad… veamos… Pero ¿cómo he dejado que las cosas lleguen a este punto?

––Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído serías uno de nuestros primeros jugadores.

––Pero, dime, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción?

––Es que el juego no es sino distracción.

––Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro?

––Hombre, de jugar, jugar bien.

––¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué
es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas piezas
de otro modo que como las movemos?

––Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado.

––Bueno, pues voy a darte una gran noticia.

––¡Venga!

––Pero, asómbrate, chico.

––Yo no soy de los que se asombran a priori o de antemano.

––Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa?

––Que cada vez estás más distraído.

––Pues me pasa que me he enamorado.

––Bah, eso ya lo sabía yo.

––¿Cómo que lo sabías…?

––Naturalmente, tú estás enamorado ab origine, desde que naciste; tienes un amorío innato.

––Sí, el amor nace con nosotros cuando nacemos.

––No he dicho amor, sino amorío.
Y ya sabía yo, sin que tuvieras que decírmelo, que estabas enamorado o
más bien enamoriscado. Lo sabía mejor que tú mismo.

––Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién?

––Eso no lo sabes tú más que yo.

––Pues, calla, mira, acaso tengas razón…

––¿No te lo dije? Y si no, dime, ¿es rubia o morena?

––Pues, la verdad, no lo sé. Aunque me figuro que debe de ser ni lo uno ni lo otro; vamos, así, pelicastaña.

––¿Es alta o baja?

––Tampoco me acuerdo bien. Pero debe de ser una cosa regular. Pero ¡qué ojos, chico, qué ojos tiene mi Eugenia!

––¿Eugenia?

––Sí, Eugenia Domingo del Arco, avenida de la Alameda, 58.

––¿La profesora de piano?

––La misma. Pero…

––Sí, la conozco. Y ahora… ¡jaque otra vez!

––Pero…

––¡Jaque he dicho!

––Bueno…

Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó perdiendo el juego.

Al despedirse, Víctor, poniéndose la diestra, a guisa de yugo, sobre el cerviguillo, le susurró al oído:

––Conque Eugenita la pianista, ¿eh? Bien, Augustito, bien; tú poseerás la tierra.

«¡Pero esos diminutivos ––pensó Augusto––, esos terribles diminutivos!» Y salió a la calle.

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